Este texto lo estamos construyendo desde diciembre de 2021. Lo hemos hecho junto a Eleazar Figueroa, cuyo testimonio de vida hoy releemos.
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Eleazar Figueroa tiene 23 años. Desde hace cuatro años vive en una comunidad wötjüja en Alto Carinagua, Amazonas. Su niñez y el inicio de su adultez transcurrieron entre Puerto La Cruz y Caracas, en el seno de una familia de clase media. Guiado por la medicina tradicional wötjüja, conoció al chamán Rufino y se casó con Yolimar, hija del chamán. Juntos están criando a Jattüpaju Kiara, su hija de tres años de edad, hacen un conuco y viven una vida bajo el cielo de la cosmovisión wötjüja, pleno de los desafíos de este primer tercio del siglo XXI.
Este texto recoge fragmentos de su testimonio:
Eleazar Figueroa:
En 2019 vine a Alto Carinagua a visitar a Rufino, el chamán. En ese entonces yo llevaba 6 años tomando ayahuasca, y no encontraba convicción en mi vida. Luego conocí el yopo, que significó un cambio gigantesco en mi vida. Eso fue hace ya cinco años en Puerto La Cruz. Llegué al yopo porque, por aquel tiempo, ya no llegaba ayahuasca a Venezuela, y era muy costosa la ceremonia de ayahuasca. Entonces decidí aceptar una invitación a una ceremonia de yopo. En principio, le tenía miedo al yopo, porque era algo diferente a lo que había vivido dentro de “la medicina” tradicional. Esa primera experiencia de yopo fue para mí absolutamente trascendental. La ceremonia la dirigió un aprendiz del chamán Rufino, de esos que vienen para Amazonas y después comparten la medicina en otros lugares.
Una semana después participé en otra ceremonia de yopo, también en Puerto La Cruz, y tuve la experiencia más fuerte de mi vida, la apertura más fuerte de mi vida, pero que se cerró por un proceso con una persona. Después estuve un año y medio sin “yopear”. Esto fue entre los años 2016 y 2017. Cuando luego volví a la ceremonia del yopo, venía de sentirme muy mal físicamente. También estaba muy mal económicamente, estaba muy solo, no encontraba respiro. En esa ceremonia se me abrieron los caminos, y fue cuando logré conseguir dinero para venirme para acá, a la comunidad en la que vive el chamán Rufino, quien hoy en día es mi suegro.
Yo vine a hacer una ceremonia de “dädä”. En la cosmovisión wötjüja se define “dädä” como “la madre de todas las medicinas”. El dädä es una medicina en la cual tú ves el futuro, pero el futuro real. Esta ceremonia la hice en La Cascada, junto a una prueba de dolor con hormigas bala. Durante este proceso, que fue muy fuerte, Yolimar, mi esposa, estuvo como ayudante del chamán, su padre. A ella no la había visto antes, a pesar de que yo ya llevaba una semana como turista en este lugar. En plena ceremonia yo me puse de pie, y ella me condujo a sentarme de nuevo. En ese momento yo tuve una visión: vi los conucos que había tumbado, vi a mi hija antes de que naciera, la vi como es ella hoy, igualita. La semana siguiente fui a buscar a Yolimar para intentar quedarme con ella aquí. Y, en efecto, me quedé. Mi idea inicial era pasar sólo dos semanas aquí, pero luego pasé un mes y luego dos. A los tres meses me fui con Yolimar a Caracas para que conociera a mi familia. Allá mi papá y mi mamá se dieron cuenta de que Yolimar estaba embarazada. Así comenzó mi vida en esta comunidad.
Durante todo este tiempo he vivido aquí cosas muy fuertes. A los cuatro o cinco meses de mi nueva vida comenzó el proceso de “tumbar conuco”. Yo tenía años que no agarraba una peinilla. En medio de la faena me picaron unos avispones que me sacaron sangre. Pasé tres meses con llagas por la infección de esas picaduras y me descompensé mucho. Decidí ir a recuperarme a la casa de mi papá y mi mamá, en Caracas. Al regresar vivimos todo el proceso del embarazo de Yolimar. Durante ese tiempo dejé de usar yopo, pero asistía a las ceremonias. Incluso me mudé a la churuata del chamán para dormir allí mientras hacían la ceremonia de rezar a mi bebé. En la cosmovisión wötjüja, ellos rezan y cantan a las y los bebés durante el proceso de gestación, para que tengan salud y nazcan bien; también para que la mujer tenga un buen parto.
De allí en adelante todo fue adaptación. El primer año fue el más difícil: era para salir corriendo. Todo me costaba. Es muy difícil entender el hecho de que todas tus comodidades desaparezcan. Es muy diferente haber ido al baño toda tu vida en una poceta y ahora tener que usar un hueco. Es muy diferente estar acostumbrado a bañarte en una regadera con agua caliente a tener que bañarte a las nueve de la noche en un río oscuro. Para mí esa ha sido una de las cosas más complicadas. Llevo tres años viviendo aquí y todavía extraño el agua tibia de la ducha.
Durante los dos primeros años me perdí cuatro veces caminando en la selva. Otra cosa difícil es que aquí no hay horario para comer. Aquí hay a veces un desayuno, a veces un almuerzo y si no cenas no cenaste. Pero también hay momentos de mucha abundancia, días seguidos de cacería, así como hay días en los que solo se come bachaco. Cuando construimos esta churuata los tres primeros meses de trabajo fueron tiempos difíciles. Yo llegué aquí sin dinero y sin trabajo. Y de pronto durante los seis primeros meses tenía una pareja, un embarazo y no tenía cómo mantenerlo. Durante el primer año mi suegro, el chamán Rufino, nos ayudó muchísimo. Viví los dos primeros años en su casa. Mi trabajo era cargar agua, sacar leña y ayudar a mi suegro y a mi suegra. Luego tuve mi primer conuco, nació mi hija y las cosas cambiaron.
Cuando tenía 16 y 17 años yo decía que quería vivir como estoy viviendo hoy, decía que quería estar solo en la selva. Es una realidad que yo quería vivir, diferente de la que se nos impone en las ciudades. Creo que, en parte, eso es lo que me ha hecho resistir aquí: esa convicción de vivir diferente. La medicina tradicional me enseñó a creer en mí mismo. Aprendí que las acciones en la vida implican responsabilidad, y que si las hacemos es porque debemos sostenerlas en el tiempo. Si yo estoy aquí haciendo lo que estoy haciendo es porque tengo que terminar de hacerlo, tengo que vivirlo.
Y hasta ahora nada me ha indicado que no estoy donde tengo que estar, o que venirme para acá fue una mala decisión. Solamente el hecho de no haber vivido la Covid 19 en una ciudad, no haber tenido que vivir el encierro, el miedo colectivo y la paranoia, fue un gran regalo de la vida. Aquí vivimos tranquilos y felices durante la primera crisis de la pandemia por Covid 19. En ese tiempo entendí que la productividad es para ayudar a todo el mundo, para poner un poquito para todos y con conciencia. Para mí actuar con conciencia no es fácil porque estamos muy acostumbrados a la zona de confort y a la flojera que la ciudad nos impone, porque pensamos que estamos muy solos y que todo se hace individualmente.
Pero uno nunca está solo. En la ciudad pensamos que estamos solos, pero no es cierto. Porque cuando estás en tu casa, tú dependes de la persona que prende la bomba de agua, de quien te pone el gas o la electricidad, dependes de quien te abre la puerta del estacionamiento para que saques tu carro, etc. El asunto es que en la ciudad nada de esto es visible: no se ven los esfuerzos acumulados de miles o millones de personas. Uno allí cree que puede lograr las cosas solo… Pero resulta que si te graduaste en una universidad, ese logro no es sólo tuyo, no lo hiciste tú solo. Miles de personas hicieron posible que te graduaras, todas las personas que conforman el sistema en el que se vive en las ciudades. Entonces para mí la zona de confort es la creencia de que uno solo, individualmente, puede controlar todo lo que nos rodea. Y yo pienso que eso no es así. Yo descubrí eso aquí.
¿Y cómo se sale de esa zona de confort?: “haciendo la acción”. Mientras yo vivía en la ciudad tenía miedo de hacer la acción de salir del sistema que me determinaba. Pero yo insistí en llevar a la acción mi propia convicción de vida: querer lograr lo que sabes que puedes lograr. Esa convicción es hoy sostenida y alimentada por mi familia, mi esposa y mi hija, con quienes vivo aquí. También la alimenta el hecho de ir para el conuco y caminar por la selva. Ahora comparo esas caminatas con mi vida en Puerto La Cruz, llena de gente peleando en las calles, carros echando humo, la falta de comunidad, gente diciéndome que no cuando pedía trabajo. Yo viví ese tipo de cosas. Aquí yo no vivo eso. En este sitio yo ando por caminos en los que escucho pájaros y veo plantas… donde mi esfuerzo me define y me pertenece tanto como a mi familia. Esto no ocurre en la ciudad. Allí la gente no se da cuenta de que trabaja para un patrón que no te devuelve lo que te beneficia, sino que regresa lo que le beneficia a él. Aquí el chamán es una persona que me da de su esfuerzo y no del mío, porque no roba mi fuerza. No me da de lo que se me quita. Me da de lo que hacemos juntos. Aquí los esfuerzos se comparten: por ejemplo, esa yuca, el casabe que estamos comiendo ahorita. Yo traje un pollo para compartirlo, que fue mi esfuerzo… ese casabe es el esfuerzo de mis cuñadas, de mi suegra… Esos esfuerzos aquí se unen, y son nuestro alimento.
En la ciudad eso no se ve. En la ciudad tú te comes un plato de comida, pagas y listo. Cumples con esa norma social. Eso para mí es una ilusión de lo junto, del vivir juntos. Allá cada quien está abocado a lo que necesita para sí: no hay una comunidad. Así vivía yo en la ciudad.
Las ganas y la voluntad de vivir diferente: eso es lo que me mantiene aquí. Yo veo que el mundo está lleno de guerras, enfermedades, crisis de toda clase. ¿Por qué? Porque la mayoría de la gente hace siempre lo mismo. Veo a los adultos peleados, a mis abuelos muriéndose viejos y de tristeza… ¿Y qué hicieron? Lo mismo que les dijeron que hicieron sus padres. Es un círculo vicioso, con un destino predetermiado: escuela-universidad-trabajo-matrimonio-nietos y muerte. En mi experiencia de vida, yo no conozco a nadie que siga ese destino con plenitud existencial. Yo aquí he conseguido plenitud de vida. Este sitio me ayudó a vivir diferente, me ayudó a crecer. Mi guía ha sido la selva, el conuco, la compartida comunitaria de los esfuerzos, mi familia y la medicina. La medicina ha sido mi guía, es lo que me ha dicho “cálmate, relájate, respira, sé consciente de lo que estás viviendo”.
Infancia y temprana juventud:Durante mi infancia, y hasta los 10 años, no me faltaba nada de lo que yo quería y necesitaba: los juguetes, la comida, las golosinas. Hasta los 8 años viví en la ciudad, en Lechería, en Barcelona. Luego mis padres decidieron intentar crear empresas en las afueras de Barcelona, lo cual me llevó a vivir en el campo. Incluso tuvimos una finca de 10 hectáreas a la que yo iba con mi papá a cosechar alimentos. En esa época éramos ateos en mi núcleo familiar. Yo también era ateo hasta que llegué a la ayahuasca.
Mi primera toma de ayahuasca fue a los 14 años, en un momento de crisis existencial de mi papá y mamá debida a la muerte de mi abuelo, que sostenía muchas cosas en la familia. Entrar al mundo de la medicina indígena implicó un cambio dentro de nuestra familia. Es muy difícil explicar cómo pasamos de no creer en nada místico a entender que hay algo mucho más trascendental que la inmanencia de la vida. Durante esa primera toma de ayahuasca me quedé dormido. Pero durante la segunda toma viví una experiencia que marcaría mi vida. Viví el proceso de mi propio infierno. Viví la demencia, la locura, la tortura. Perdí la conciencia durante toda la noche. Viví lo que sé que viví en mi visión. A la mañana siguiente, cuando me desperté, sentí algo tremendo, algo que no me había pasado nunca: no sabía quién era yo. Había perdido el conocimiento de mí mismo. Pero me sentía profundamente feliz. Me sentía en profunda paz. Hoy me parece que ese fue un momento de reinicio de mi vida, un nuevo comienzo. Yo morí esa noche, y renací.
Algunos meses después decidí irme a vivir solo. En los siguientes dos años tomé ayahuasca solo seis veces, porque siempre volvía al mismo proceso, pero cada vez aprendiendo y superando, mientras que mi papá y mi mamá tomaban ayahuasca todos los fines de semana, viajaban, participaban, organizaban ceremonia de ayahuasca, hasta llegaron a visitar al abuelo Querubín cuando todavía no había ahí ni siquiera un campamento.
En esa época mi papá y mi mamá me alquilaron una habitación. El trato fue que mientras yo estaba en el colegio ellos me la pagaban, y durante las vacaciones yo tendría que trabajar para pagarles a ellos. En ese tiempo sostuve una relación amorosa muy intensa con una muchacha que pronto se fue a vivir a Estados Unidos, y yo caí en un hueco tremendo. A pesar de que la medicina me hablaba de la necesidad de vivir la realidad, yo estaba en una nube de sufrimiento terrible. Esto me ayudó a tener un crecimiento de personalidad muy grande, porque tuve que vérmelas con la realidad del sufrimiento, la realidad de perder a quien amas.
A los 17 años me gradué del bachillerato. Seguía asistiendo a las ceremonias pero al mismo tiempo bebía mucho alcohol. Iba los fines de semana a la ceremonia de ayahuasca, que supuestamente eran de sanación, purificación y bendiciones para el mundo y amor para todo el mundo, y el fin de semana siguiente me tomaba 10 litros de alcohol o 20 litros de alcohol. A veces un viernes iba a una toma de ayahuasca y el sábado me iba a “echar una pea”. Estaba viviendo una profunda contradicción entre lo espiritual y la acción que viví con la ayahuasca durante 6 años. Pero en el momento en que probé yopo, la primera vez, ya no pude seguir tomando alcohol.
Antes de tomar Yopo probé otra medicina que se llama bufo (proveniente de un sapo que se llama Bufo Alvarius), que según los wötjüja no es para nosotros. Es importante entender que en la cosmovisión wötjüja se reconoce la existencia de otro tipo de gente, que ellos llaman “invisibles”, y que son los verdaderos dueños de la selva. Son los dueños de todo. Entonces para los wötjüja el bufo es como el yopo para los invisibles, que son gente igualito que nosotros.
El bufo me llevó a otro punto de inflexión. Esa medicina se fuma en una pipa de vidrio… Cuando la fumé entré en un agujero de gusano lleno de colores, y de pronto llegué a un blanco que era de todos los colores, un vacío en el que había cosas, y había una voz, y esa voz a me dijo “mira la realidad, todo lo que quieras imaginar es así: vacío; todo termina y empieza en el vacío; todo es vacío, todo va en el vacío”. Después yo pasé varios meses muy noqueado por lo que había vivido con esa medicina. Por momentos volvía a entrar en el proceso de esa medicina, soñaba cosas fuertes. Todo esto fue antes de graduarme de bachillerato.
Luego me fui a Caracas para alejarme de la locura en que se había vuelto mi familia, porque teníamos años tomando medicina, diciendo cosas referentes a la sanación, etc., pero no mejorábamos. Me fui a estudiar en la Universidad Simón Bolívar, en la sede de la Guaira. Durante este período casi no tomaba medicina, apenas un poco de ayahuasca, que ya no era lo mismo. Para mí la ayahuasca se había convertido en algo rutinario, una ocasión para socializar. Ya no era un trabajo de sanación o purificación. Yo veía que la gente que iba a la medicina buscaba discursos que le dijeran cómo funcionaba la vida, y que la vida es bonita, y cómo hacer trabajo espiritual, etc., y yo me salí de eso… Me salí de los discursos. Empecé a trabajar en la medicina, a ayudar a los chamanes en las ceremonias, a hacer labor, y ahí fue que encontré la voz de la medicina. Es difícil de comprender que la medicina es un espíritu vivo, que te habla, que te enseña y te dice qué hacer y cómo.
Decidí dejar la universidad y regresar a vivir en Puerto la Cruz. Ahí pasé ocho o diez meses con muchas dificultades, incluso pasé hambre. Me fui a vivir solo en un apartamento de mi abuela, cerca de mis padres. Me afané por vivir solo, vivir la película de vivir por mi cuenta. Esos días pasé más de un mes comiendo yuca dulce sin sal porque no tenía dinero ni conseguía trabajo. Entonces mi mamá me invitó a una ceremonia de yopo. Esa noche, durante esa ceremonia, fue una de las primeras veces que yo vi esta realidad, esta que vivo hoy. Los siguientes seis meses después de la ceremonia los dediqué a poner toda mi energía para lograr venir para acá, a Alto Carinagua.
Antes de esto, la mañana después de una ceremonia de ayahuasca, que no fue rumba sino trabajo de sanación serio, yo le dije a mi papá que me quería ir a Caracas. Y entonces me fui, casi sin nada, sin comida. Fui a Bellas Artes a “parchar”, a pasar hambre, a vivir en la calle, con personas que vivían en la calle… gente que me ayudó mucho. Allá conocí a un señor que sólo tenía en el mundo un short y el cuerpo desnudo completamente cubierto de tatuajes. Uno suele pensar que la gente de la calle es mala, que lo que quieren es hacerte daño. Esa gente me vio todo sifrino como yo era, y me abordó para preguntarme qué me pasaba, qué estaba haciendo ahí. Aquel hombre me preguntó si tenía hambre, y me trajo en su mano sucia de calle restos de comida que seguramente había conseguido de la basura. Eso me dio la capacidad de comprender muchas cosas profundas. Pasé cuatro días allí. Al quinto día vi la otra cara de estas personas. Los vi oliendo pega, los vi robando. Un día cuando todos estábamos pasando hambre, llegó un joven con un teléfono robado, que luego vendió para comparar pan para todos. Gracias a él todos comimos. Comí de la desesperación del otro, pero comí.
A los pocos días unos amigos me ayudaron a pagar mi pasaje de vuelta a Puerto La Cruz, donde empecé a trabajar como asistente en las ceremonias con el amigo que practicaba yopo. A la vez, empecé a trabajar vendiendo dinero, en la época de la escasez de dinero. Compraba bolívares en efectivo y ese efectivo lo vendía en dólares. Hoy reconozco que en ese negocio que me aprovechaba mucho de las personas, de sus necesidades. Vender y comprar dinero es el trabajo en el que uno más se aprovecha de las necesidades de los demás. Yo vendía bolívares en efectivo a cambio de dólares. Esa es otra de las razones por la cual vivo aquí, porque yo aquí no me aprovecho de la necesidad de nadie. Al contrario, estoy llenando o satisfaciendo las necesidades de las personas. Y eso alimenta el espíritu. Aquí se ponen las necesidades en común y se satisfacen en común. Aquí el trabajo está “fuera” de la necesidad de las personas. Aquí el dinero no es algo humanamente necesario. Aquí hago cosas humanamente necesarias. Pasé de vender dinero a vender en el mercado del centro la lechosa que yo mismo cultivo en mi conuco. Además, aquí en la comunidad, yo comparto sin dinero el fruto de mi trabajo. Todo es retribuido. Por eso digo que aquí vivo un tipo diferente de trabajo, un tipo diferente de existencia. Así yo siento que vivo aquí.
Como decía, el yopo fue lo que me trajo aquí. Me entregó una madurez para entender lo que yo buscaba para mí mismo. Me hizo pensar en qué quería. Esto es difícil de explicar. Es como algo que está más allá de ti transmitiéndote tu propio mensaje. Es como si hubiera muchas voces diferentes de ti mismo queriendo juntarse para que tú estés mejor. Pero hay muchas cosas que no permiten que esas voces se junten. Porque, por ejemplo, yo aquí ya prácticamente no consumo nada para el sistema. Llevo ya 3 años sin cuenta bancaria, sin rendirle cuentas a nadie. El sistema no quiere que la gente viva así. El sistema no quiere que comprendamos que, en verdad, cada uno vive para todos los demás. Y para vivir diferente tienes que salirte del sistema, salirte, por ejemplo, de la ciudad. Pero lo importante es comprender el porqué.
Durante las últimas ceremonias de yopo que hice en Puerto La Cruz la medicina me venía mostrando que viviría como vivo hoy; ya yo veía al abuelo, lo veía de frente. A abuelo Bolívar yo lo conocí antes de verlo. Una de las razones por las que vine para acá fue porque no vine a conocerlo a él sino a su hijo, y me quedé. Aunque no vine pensando en quedarme a vivir. Vine a buscar un cambio en mi vida. Vine a cambiar de vida. Porque ya no quería vivir igual. Cuando en la ciudad me despertaba todos los días y lo que veía era el techo, sentía una gran necesidad de vivir diferente. Hoy en día me levanto todas las mañanas sin pensar qué voy a hacer; y vaya que hago muchas cosas durante el día, pero sin preocupaciones y sin planes que quieren controlar el futuro.
“Yo no sé el resultado de lo que estoy haciendo”:
Mi convicción de vida, hoy y aquí, es que yo no sé el resultado de lo que estoy haciendo. En el sistema de vida de los criollos hay inconformidad e infelicidad. No logramos como sociedad completar o concretar una vida social plena, más allá de la plenitud que algunas personas han podido encontrar. Aquí, donde vivo, yo no sé cómo termina lo que estoy haciendo. No sé cuál es el resultado de lo que estoy haciendo. Por eso sé que tengo que vivirlo. Eso significa cosas como acompañar a mi suegro. Él es uno de los últimos chamanes tradicionales del planeta tierra que sigue plenamente su cultura. Sigue viviendo en la selva, comiendo su comida. Esto me parece importante porque con la Covid-19, en el 2021, murieron cientos de abuelos y abuelas tradicionales en el planeta, y se perdieron sus memorias, porque estaban solos, porque no había quien quisiera aprender de ellos. Una convicción de vida, para mí, es acompañar a Rufino. Que no esté solo cuando se siente en su silla, cuando esté contando una historia. Con él y con su familia aprendo a vivir diferente, y por eso hago ahora cosas diferentes. Y esa diferencia significa no saber cuál es el resultado de lo que estoy haciendo.
Ya no hago cálculos para el futuro. Eso significa aprender de la naturaleza, aprender, por ejemplo, que lo que nos da la naturaleza es lo mejor. Antes yo no pensaba así. Creía que mientras más procesado y más industrial fuera un alimento mejor era. Pero aquí la actitud de uno cambia. La tierra en su modo más natural es la manera de vivir mejor. Me he dado cuenta de esto por no tener dinero para consumir sal, por ejemplo, o para comprar un dentífrico o un champú. Eso hace que la actitud de uno cambie. Entendí que nada de esas cosas son necesidades reales. Es muy difícil entender el hecho de que en la ciudad todo es manipulado químicamente, todo está hecho para un uso y un consumo de la gente de la ciudad. Aquí las cosas son diferentes. Aquí el mundo te quiere consumir a ti, lo cual implica ser parte de un organismo, que no es lo mismo que un sistema. Porque los sistemas y su tecnología son perfeccionistas. En cambio los organismos no son perfectos.
Todo el mundo puede hacer esto que yo estoy haciendo. Pero es cuestión de decidirlo y asumirlo. Y eso requiere constancia. Porque no se van las voces de la cabeza que te dicen: “¿por qué no te vas, qué haces aquí?, vamos a regresarte para donde estás cómodo, aquí estás sufriendo, ¿qué estás haciendo? Vuelve a tu comodidad, a tu dinero, a tu carrera universitaria”. Pero ¿voy a hacer lo mismo que hacía cuando quería cambiar sólo porque es difícil, nada más por no entender por qué me suceden las cosas? Porque si uno es consciente, uno se molesta y a los cinco minutos se te pasa la rabia. Yo me he dado cuenta, desde que estoy aquí, que hay que aguantar. No desde la autoflagelación sino desde la consciencia y el autoconocimiento. La consciencia de que estás aguantando porque, en verdad, sabes que lo que estás haciendo tiene sentido. Eso lo aprendí viviendo aquí.
En la ciudad estaría haciendo lo mismo que estaba haciendo antes, y lo que hicieron mis padres y mis abuelos y abuelas antes que yo. Aquí estoy viviendo diferente. Aquí yo tomo decisiones reales. Vivo con consciencia el libre albedrío. En el sistema no haces lo que realmente crees que haces; no tomas decisiones reales, tuyas, sino que son para la reproducción del sistema mismo, y además te hacen creer que las decisiones que tomas son tuyas. Pero eso es una ilusión. Aquí yo aprendí lo que es tomar una verdadera decisión. No estoy atado a un destino determinado, a una vida pre diseñada por un sistema que nos vuelve a todos engranajes de una misma máquina. Es lo que te decía antes, que aquí yo no sé cuál es el resultado de lo que estoy haciendo, no puedo calcular el futuro. Soy libre. Y me gustaría que la gente de la ciudad sepa que hay una manera de vivir distinta a como nos han enseñado quienes nos criaron, quienes a su vez fueron enseñados a vivir como viven. Y esto es un asunto de consciencia.
Cuando yo tenía 17 años decía que quería vivir solo en la selva (estaba cansado del sistema, de la universidad, de lo que veía que seguía sucediendo siempre de la misma manera). Hoy me doy cuenta que yo eso no lo decía “en consciencia”. Hoy identifico ese deseo de vivir en la selva como una idea, como una visión, como algo para ser creado, pero no como una consciencia. Cuando yo llego a vivir la idea, cuando llego a vivir lo que decía que quería vivir, es que empiezo a adquirir consciencia. Es como cuando tienes un hijo: durante los nueve meses de embarazo, mi hija era para mí una visión, porque no había tocado la palma de su mano ni la suavidad de su planta del pie, ni la había escuchado llorar. Entonces yo tenía una idea de cuánto yo amaba a mi hija, de cuánto yo quería jugar con ella, cargarla, criarla bien, cambiar mi forma de vivir… Todo eso era una idea, una visión. En el momento en que escuché a mi hija llorar aquello se volvió una consciencia.
Nosotros vivimos confundiendo idea o visiones con conciencia. La conciencia es real. Las visiones son engaños. Nosotros vivimos creyendo que somos conscientes, antes de vivir la conciencia, y por eso aquella supuesta consciencia es en verdad un engaño. Dentro del sistema no se nos permite tener conciencia verdadera, sólo falsa conciencia. Hasta que no vives fuera del sistema no logras adquirir consciencia. Y no es que vas a vivir toda la vida metido en una cueva para vivir fuera del sistema. Yo he visto personas que han venido para acá que han tocado la consciencia y la consciencia les ha pegado en la cara y se han regresado corriendo al sistema. Porque es más fácil vivir del idealismo, es más fácil vivir de la visión a vivir de la realidad.
El sistema nos metió en la ilusión de la felicidad. Pero a mí me parece que uno no vino al mundo a ser feliz, sino que uno vino a vivir la realidad; la realidad es la consciencia y la consciencia es dura, difícil, complicada, porque no la entendemos. En el sistema todo se entiende, todo está fácil, todo comienza y termina de una manera. Viviendo en la consciencia las cosas son diferentes. Esto es parte de lo que estoy estudiando actualmente.
Para entrar en la conciencia hace falta un acto de fe, para poder vivir la realidad. El acto de fe es aceptar vivir el presente sin controlar lo que va a ocurrir después. Hay que aprender a aceptar eso.
Si las cosas no te gustan no es responsabilidad de las cosas o de las situaciones, eres tú quien no comprende las cosas o las situaciones, eres tú quien está fuera de la consciencia y estás en la ideología; estás preso en tu línea de pensamiento y no en la comprensión de las cosas.
¿Por qué uno pelea con su pareja? Porque uno está pensando a la manera en que siempre lo hace y no como piensa tu pareja. Están idealizando. Cuando logramos comprendernos unos a los otros estamos entrando en la consciencia.
Ahora, para comprender la consciencia no idealista, la verdadera consciencia, yo creo que hay que acudir a los rituales, que son una vía directa a la consciencia. Si no, hay que pasar muchos años meditando.
Hay que aprender a dudar de la duda
Hasta aquí el testimonio de Eleazar. Un año después de esta conversación volvimos a encontrarnos. Su casa había crecido. Construyó un caney y un gallinero. Sigue produciendo mañoco, casabe y tabaco, y sigue cosechando del conuco que cuida con Yolimar. También sigue asistiendo a las ceremonias en la churuata.
“A propósito de nuestra conversación, ahora me parece que hay que dudar de la duda”, me dijo. De inmediato pensé en la duda cartesiana. Pero no dije nada, para no arruinar la sabiduría de Eleazar con referentes occidentales. De todas maneras tenía en cuenta que, como enseña Enrique Dussel, Descartes aprendió la duda de los jesuitas con los que se formó, quienes, a su vez, estuvieron durante los siglos XVI y XVII aprendiendo de los originarios americanos sobre las artes de la vida y del buen gobierno.
Pero el significado de aquella afirmación era muy distinto del cartesiano. Eleazar se refería a las dudas que la modernidad ha cultivado en uno, dentro de uno, y que operan y conforman nuestros tejidos adiposos, nuestras hormonas y las paredes del intestino, nuestra retina y nuestro paladar, nuestros sentires y nuestra racionalidad, nuestros sueños y nuestra vigilia. Esa duda que aparece cuando uno intenta salir de la modernidad. Ese robot vigilante que llevamos en la piel y que se activa cuando se nos ocurre desafiar, existencialmente, el sentido común civilizatorio colonial.
De esa duda hay que dudar, hay que aprender a dudar. Porque la duda que nos impone la modernidad es falsa. Hay que aprender a ver la falsedad de esa duda, que es la manifestación de nuestra creencia en la ciudad, en la racionalidad moderna, en la “cultura” moderna, capitalista, colonial, patriarcal. Dudamos de nuestra intención de trascender la modernidad porque nos enseñaron a creer en la modernidad. Entonces de lo que se trata es de aprender a dejar de creer en la modernidad. Aprender a dudar de la modernidad y de su totalidad civilizatoria. Dudar de la duda que quiere atarnos a la fe en los dioses seculares y religiosos de la modernidad.
Este “dudar de la duda” es entonces una reafirmación de la creencia en la existencia asumida con intención trans-moderna. En el caso de Eleazar, es una reafirmación de su decisión de vivir como vive. Una reafirmación de su convicción en no vivir como sus padres y sus abuelos, sino como hoy se vive en Alto Carinagua, en la comunidad wötjüja del abuelo Rufino y la abuela Carmen, con su esposa Yolimar y su hija Jatupai. A su favor cuenta con una cultura de más de 10.000 años que le abre las puertas de sus rituales y sus visiones.