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Universidad Nacional Experimental de las Artes
Venezuela


Nuestro objetivo es estimular y potenciar, desde el diálogo y la colaboración, las nuevas subjetividades descoloniales del poder popular comunitario venezolano. Apoyamos la construcción de escuelas como ejes de la recuperación de tierras y territorios comunales, que intentan trascender el latifundio, la colonialidad y el patriarcado.

viernes, 5 de mayo de 2023

Historia, memorias y artes de las insurgencias



Memoria insurgente, artes racializadas y giro existencial:

La historia insurgente es una ocasión para avanzar en la politización de la historia (como construcción política del tiempo); una ocasión para la politización de la historiografía. Permite un horizonte de crítica incluso de la propia historiografía crítica, como un golpe de timón del propio pensamiento crítico.

Lo cual permite volver a revisar los límites de la historiografía.

También es una oportunidad para continuar visibilizando el carácter de poder de la propia historiografía, sea o no hegemónica, y sus limitaciones o sus características reales en cuanto a la producción de la verdad del pasado, lo cual permite comprender y develar el carácter político de esa producción.

Esto implica asumir visiblemente (sin ocultamiento, sin velo ideológico) que la construcción historiográfica está determinada por el presente, por las agendas políticas y los conflictos del presente. Porque el pasado tiene en el presente su territorio de lucha.

Lo cual implica también criticar la pretensión de objetividad respecto a la verdad del pasado, porque entendemos que esa verdad no ha terminado de realizarse.

Se muestra así que el pasado es una construcción determinada por interpretaciones que, o bien hacen los ricos del mundo y quienes pretenden serlo, o bien hacemos las y los condenados de la tierra.

Tomemos como ejemplo el problema de la importancia del documento o de las llamadas fuentes documentales primarias para la historiografía convencional y hegemónica.

La pretensión de determinar la verdad del pasado solo en función de documentos es limitada, porque la existencia del documento depende de luchas históricas que, por un lado, hacen o no posible acceder a los documentos (porque los poderosos esconden documentos), y, por otro lado, hacen o no posible la sobrevivencia de documentos (porque el colonialismo quema documentos).

(Cabe siempre la posibilidad de encontrar documentos escondidos, y ese también es un terreno de lucha)

En este asunto también actúan los patrones de poder de la modernidad, la racialización, la sexualización, la lucha de clases, la cristiandad, la estética... estos patrones de poder actúan sobre la posibilidad de existencia y sobreviviencia de los documentos, porque afectaron la posibilidad de que tal o cual realidad tuviera acceso a convertirse en documento.

Por eso insistimos en que si seguimos entendiendo el documento como fuente de verdad objetiva, ontificada, (el documento como finalidad de la historiografía), siempre tendremos una visión del tiempo y de la historia desde el poder establecido, así el documento hable sobre el poder insurgente. Desde esta perspectiva, el propio concepto de verdad del pasado se presenta como fijo, estable, en una temporalidad preterizada.

Esto también nos permite repensar la construcción de la verdad histórica como ejercicio de poder. Uno entiende porqué gente como Adriana Guzmán, desde el feminismo comunitario en Bolivia, plantea separar historia de memoria, y ver a la primera como discurso y ejercicio del poder colonial, y a la segunda como la presencia del pasado en el presente de las comunidades. No como pasado que pasó, que quedó atrás, sino como realidad viva en la vida de las comunidades. En esta perspectiva, la memoria es un territorio de lucha y existencia del poder popular, mientras que la historia es el ejercicio del poder establecido, el discurso sobre el que el poder colonial funda sus instituciones.

Entonces la historia insurgente, como golpe de timón de la historiografía y como acción anticolonial, estaría cerca de esta noción de memoria, porque exige un insurgir desde el presente de los pueblos oprimidos, y no un acto de conservación de las cumbres del poder colonial, y menos una herramienta para las pedagogías del endorracismo y la colonialidad.

Lo cual permite regresar a los documentos, ya no como vestigios arqueológicos de una verdad fija y objetiva (porque tal objetividad es siempre política y es mistificada por el poder colonial), sino más bien como herramientas de visibilización de las posibles y necesarias confluencias y continuidades del pasado y el presente.

La insurgencia necesita visibilizar que esa continuidad es una constante construcción de verdades locales, dinámicas y cambiantes, porque necesita entender el pasado como parte de una construcción histórica que está atada a las luchas políticas, pedagógicas, espirituales, etc. en y del presente.

Entonces vale la pena regresar a los documentos, no para buscar una verdad detenida en el tiempo, supuestamente neutral (que permite que gente como Octavio Paz diga sobre Hernán Cortés que no vale la pena juzgarlo sino que lo que debemos hacer es entenderlo), sino que el documento nos sirva para fortalecer y continuar las agencias interrelacionadas de pasado, presente y futuro, abriendo incluso espacios y tiempos de disolución de estas categorías temporales, o al menos de metamorfosis de su estructura lineal.

No para ver el pasado como pasado, como aconteceres en una temporalidad pretérita en la que supuestamente no podemos tener incidencia o agencia alguna, sino para asumir el pasado como presente, y como devenir no cerrado o realizado. Es decir, el pasado no sólo serían aconteceres que determinan el presente, sino aconteceres y devenires presentes (los muertos no están muertos, decía Juan José Bautista: Chavez está aquí entre nosotres).

Lo mismo diríamos del futuro. El pasado no sería lo ocurrido, ni el futuro lo que ha de ocurrir. Ambos están ocurriendo continuamente, en un presente que les afecta dinámicamente, y que demanda continuidad.

Por eso las alianzas de las memorias insurgentes son con los documentos relegados, negados, ocultados, los palinsestos, con las interpretaciones perseguidas por los epistemicias coloniales. Pero, sobre todo, las alianzas son con las memorias orales comunitarias, las memorias de los cuerpos, de las racionalidades de vida perdurable, las memorias orales y agrícolas de las tierras y los territorios de existencias humanas y no humanas, que, desde siempre, han construido o han intentado construir salidas del colonialismo, la modernidad y los patriarcados.

Ante esas memorias la temporalidad ya no es sólo histórica sino mística y mítica. Allí los muertos siguen vivos desafiando la historiografía del poder colonial. Allí los no nacidos tienen un lugar en el presente, como en la memoria mítica, histórica y política Yekuana.

En la medida en que seamos derrotados, la bala alcanza a Zamora, en la medida que triunfemos sobre el colonialismo, las y los guerreros guiados por Guaicaipuro no han sido vencidos. En la medida en que, aunque sea por momentos, logremos micro derrotas contra patriarcado, Guiomar sigue reinando en Curduvaré.

Pero para entender esto hace falta tener conciencia mítica originaria y popular. Desde las instituciones de la historia hegemónica y académica eso es prácticamente imposible.

Respecto al tema que nos convoca, el de la relación entre historia y artes, nosotros venimos dialogando con las memorias orales, corporales-racionales y territoriales de las artes relegadas por el sistema de las artes y por su particular historización.

Hablamos de artes racializadas, sexualizadas, minorizadas, preterizadas. Artes, no en el sentido de bellas artes, ni en el de la industria cultural, ni en el sentido de artesanías ni de folklore, sino en el sentido amplio de técnicas, labor, ciencias, saberes sentipensantes prácticos-teóricos. Las artes de la oralidad, de la racionalidad de vida, las artes del conuco, de la fiesta, del meñeruwa, del piasan, de la manoevuelta, del cumbe, la partería y la medicina tradicional, las artes de la curandera y la sembradora de aguas, las artes de criar gente, las artes de la entreayuda, las artes para sabernos entramados en las comunidades de vida planetarias.

Artes que, en la medida en que se sigan acercando las crisis energéticas, las demencias de la llamada cuarta revolución industrial, la crisis climática producida por el capitaloceno, etc., serán cada vez más necesarias para quienes fuimos desterrados de la vida comunitaria

Artes que no son comprensibles estéticamente, ni culturalmente, ni folkloricamente, ni académicamente, sino política y cimarronamente.

¿Y qué significa aquí cimarronamente? Significa que estas alianzas no nos pueden llevar a seguir construyendo solo teorías e historias del arte, ni siquiera de las artes fuera del sistema de las artes. Eso sería el mismo musiú con diferente cachimbo. Hay que hacer el giro descolonial, sin duda, y descolonizar currículos y profundizar en la investigación militante, antiracista, antipatriarcal y antiimperialista, esa es una tarea urgente. Pero si no hacemos el giro existencial intetsubjetivamente seguiremos siendo abastecedores del sistema colonial, pero ahora con contenidos supuestamente antisistémicos.

Las alianzas con estas artes y con las memorias de las insurgencias tienen que conducirnos necesariamente a que suceda una metamorfosis en nuestras vidas, y que las investigaciones e incluso el trabajo documental nos afecte de tal modo que las insurgencias y la descolonización dejen de ser una postura intelectual, y se nos vuelvan una manera de vivir, una ritualidad de liberación, es decir, una cotidianidad concreta y pragmática en el espíritu mesiánico de la liberación.

Un ejemplo de estas alianzas lo estamos construyendo en la comprensión de cómo el concepto de belleza de la modernidad ha operado y opera como mediación entre nuestra vida cotidiana y los patrones de poder de raza, de sexo-género, clase y espiriritualidad de la cristiandad.

Intentamos comprender cómo tal mediación de la belleza oculta la acción de esos patrones de poder en nuestras subjetividades, y ayuda a instalar en nosotros el deseo de modernidad.

La belleza moderna afecta nuestra vida política, económica, ética, espiritual, científica, pedagógica y técnica, y oculta los verdaderos resortes de la realidad colonial, porque nos presenta a la modernidad como una bella realidad deseable.

Nuestra tesis es que esto se generó en el proceso de la primera conquista y colonización, pero sigue vivo. Es decir, que la noción de belleza de la modernidad no es un invento europeo en Europa, ilustrado y romántico, sino que es una de las características del genocidio en Abya Yala, África y Oceanía a partir de 1492.

Para comprender esto vale la pena cruzar el archivo documental con las memorias orales populares. Pero es la memoria oral la que marca la interpretación del documento, como pasado no cerrado y actuante en el tiempo comunitario y en sus verdades. Esto permite comprender el continuo de la opresión estética. También permite comprender las tareas inacabadas del ayer en el hoy, con capacidad de incidir en el ayer, y con la clara intención de asumir las agendas históricas de los pueblos que sobrevivieron o existieron y existen en abundancia, trascendiendo los embates de la belleza de la modernidad.

Pero esto no lo hacemos con fines académicos, sino para asumir un tremendo problema que aparece continuamente en nuestros intentos por vivir de otro modo que no sea el moderno, porque cada vez que lo intentamos la belleza de la modernidad y sus distractores nos dificultan el giro existencial.

Uno puede medio deslindarse de la colonialidad del saber, el ser y el poder, pero deslindarse del patrón colonial de belleza, disuelto como está en cada pedacito de nuestra cotidianidad subjetiva, es más difícil de lo que aveces estamos dispuestos a asumir. Por eso necesitamos convocar a los muertos, sus insurgencias y sus artes, para seguir insurgiendo junto a ellos y ellas.



martes, 2 de mayo de 2023

Despertar de la cruz en Choroní

Desde el punto de vista del paradigma de la inclusión, habría que decir que la fiesta del despertar de la Cruz de Mayo, en Choroní, es un evento estético. Los folkloristas le añadirían el adjetivo "popular", porque la estética a secas la reservan para la producción cultural netamente occidental, y las fiestas de la tradición están fuera de esa clasificación etnocéntrica.

Un amante de la cultura diría que es una fiesta cultural, en la que el pueblo expresa sus valores y su subjetividad. Otro inclusivista diría que se trata de un evento artístico, tan artístico como podría ser el concierto de algún cantante famoso, de esos que llenan tribuna.

¿Por qué encuadrar la fiesta tradicional de pueblos originarios en categorías modernas y coloniales? ¿Y cómo no hacerlo sin imponerle purismos y esencialismos de toda índole?

Decir que no son fiestas estéticas, ni artísticas, ni culturales prende las alarmas. ¿Qué son?

Es probable que la pregunta por el ser de estas fiestas sea un falso problema, y que más bien habría que estar en ellas y participar de lo que allí sucede, y entender cómo llegan a suceder y en qué contexto y cuáles han sido y son las insurgencias de sus historias, hasta quedar implicados en ellas.

Sospechamos que reducir las fiestas a criterios estéticos y culturales es un error. A lo sumo, no es suficiente. Incluirlas sólo en las agendas del Ministerio de Cultura puede ser, incluso, ilógico. ¿Por qué no se asumen también desde las instituciones que rigen la economía, la política, la educación, no como un asunto aparte, un asunto sólo cultural, sino como un proceso político y geopolítico, pedagógico y profundamente económico? Un proceso de liberación espiritual en constante tensión con las insistencias de la modernidad.

Quizás, desde el estado nación y sus políticas de mestizaje, no tenemos forma de concebir algo semejante, de tanto memoricidio, genocidio y espiritualicidio que hemos padecido como pueblo; crímenes que continúan en todas las industrias modernas, en el consumo ritual de mercancías, en la escuela y hasta en nuestros hogares.

lunes, 24 de abril de 2023

El conuco de Richard

A las cinco de la mañana se veía clarita la cruz del sur desde La Planta, en el campo de Choroní, lo cual indica la cercanía de las lluvias y de San Juan. A las seis agarré camino hacia La Ceciba. Tardé una hora en llegar, suavecito como iba. Me encontré con Daniel tal como habíamos acordado. Nos adentramos aún más en la montaña rumbo a Sinamaica. En el canino Daniel me contó de su infancia en aquella montaña, de lo mucho que su padre disfruta la agricultura. Caminábamos por antiguos cafetales que hoy día son barbechos. Allí la gente de la Ceciba hace sus conucos, a pesar de los asedios de Inparques.

Por lo que cuentan, parece que el poblamiento de estos territorios vino por la vía de Puerto Maya, en diferentes oleadas. Aquí se juntaron migrantes campesinos europeos, seguramente canarios de comienzos del siglo 20, con la agente afrodescendiente de la costa. 

Quién sabe cuántos y qué tipos de uniones y desprecios ocurrieron entre esos musiues y las familias originarias de estas tierras. Lo cierto es que Daniel proviene de esa suerte.

Casi llegando a Sinamaica nos alcanzó Richard. Venía descalzo desde Choroní. Juntos alcanzamos la cima de la montaña y empezamos a descender hacia Chuao. 

Ahí mismito llegamos a Sinamaica y a la casa de Richard. Tomamos agua y nos fuimos a su conuco. 

El conuco lo hacen donde tradicionalmente han sembrado, desde mucho antes de la creación del Parque Nacional. Hasta la década de los setenta, Sinamaica era una población campesina estable. Hoy día solo quedan tres casas, en parte por las políticas de destierro de Inparques, y en parte por las tentaciones urbanas de la modernidad y el progreso. 

Hay un traspaso generacional, familiar y comunitario medio ilegal de los barbechos. Richard siembra en uno de ellos. Su conuco me recordó el conuco Pemón y el Huotoja, más por su forma y extensión que por sus rubros. Siembra apio, chayota, ocumo, mapuey, varias especies de cambures, piña, lechoza, guama y maíz.

¿Dónde si no en lugares como estos vamos a encontrar las claves para la vida pospetrolera que se nos viene?

Pasado y futuro se cruzan en Sinamaica, en un presente lleno de tensiones económicas y éticas, estructurantes y civilizatorias que la gente encara con una mística conuquera silenciosa.

domingo, 23 de abril de 2023

Mística, miseria y abundancia de algunas familias campesinas de una región del occidente venezolano

Yo he vivido la abundancia de la familia campesina venezolana profunda, esa abundancia que la gente de la ciudad a lo sumo intuye pero en la que nunca termina de creer, acaso por serle no sólo ajena sino causante de un terror abismal y civilizatorio. No es cuento que un conuco bien establecido, en medio de un contexto de familias conuqueras, le da la mejor nutrición del mundo a la familia campesina, que incluye una o dos vacas, dos o tres marranos, varias ovejas o chivos, una mula, gallinas, un perro y un gato, así como una gigantesca diversidad de especies vegetales. 


Un conuco así, autosustentable e interdependiente, no sólo nutre sino que es la forma misma del buen vivir. Para su establecimiento se requiere, mínimo, una hectárea con acceso a fuentes de agua limpia y a un bosque, que es la principal fuente de energía conuquera. También requiere fuerza y voluntad de trabajo familiar y comunitaria, y una mística fundada en la solidaridad y la reciprocidad entre seres humanos, y entre estos y lo que llamamos “naturaleza”. Esa es la clave de la economía conuquera.


Yo he visto y vivido esa abundancia en distintos lugares de Venezuela. He pasado largas temporadas consumiendo alimentos que no se compran. He "arrimado" mi fuerza y mi espíritu de trabajo y de juntera a favor de esos alimentos, de la gente y los ecosistemas que los hacen posible. Allí mi cuerpo conoció una fuerza vital comunitaria que iba directo al intestino, llegaba a la mano callosa "charapera" y bombeaba el corazón, en una relación de múltiples causas y efectos, e incluso de una causalidad inesperada, pues el conuco y el bosque son existencias con subjetividad y conciencia.


Esta realidad existe en la Venezuela de hoy, la de la guerra contra el pueblo y el bloqueo gringo y europeo, la del ataque sin cuartel al bolívar y la dolarización de la economía, la de la Covid 19, la de un gobierno con muy poco poder y la de la gasolina y el gas escasos y a "precio internacional". 


Existe y no es cuento; está ahí, en la complejidad de su sencillez.


Pero no todo el pueblo campesino es conuquero, y ningún conuquero está completamente fuera del alcance del mercado mundial. La mayoría del pueblo campesino es obrero explotado ("minero agrícola", como me dijo uno de ellos), así como la mayoría de las familias conuqueras reserva buena parte de su producción al intercambio capitalista (incluso, esporádicamente y cuando lo necesitan, el hombre y la mujer conuquera ofrecen su fuerza de trabajo como obreros). En ambos casos, además, actúa con dureza la influencia de la llamada industria cultural y la agroindustria, la colonialidad de los patrones de consumo, la influencia de la escuela colonial, productivista y bancaria, la industria de los vicios (alcohol, drogas, chimó y pornografía), la racialización de la vida cotidiana, la incipiente pero creciente virtualización telemática de la realidad, y la violencia patriarcal y la machista, igual o casi igual (en términos de intensidad) que en la mayoría de las familias urbanas que conozco.


Esto último se agrava especialmente en el campesino obrero, y, más aún, en las mujeres y las infancias de las familias campesinas obreras, a quienes se les extrae, igual que a la naturaleza, toda su fuerza existencial, su corporalidad viviente, su energía de vida, en una cadena extractivista atroz.


La "mujer del campesino obrero" (como ella misma se autorreconoce) recibe y "aguanta" en su cuerpo la violencia de la injusticia económica del mercado mundial personificado en el cuerpo de su marido. De la energía de su corporalidad viviente, de su sexualidad y su capacidad de cuidar la vida, se extrae la fuerza del mismo poder que la mantiene oprimida. El rol social que se le asigna es recibir la violencia machista de su marido, de la industria cultural, la industria fármaco-pornográfica, la agroindustria, la industria de los alimentos, la dictadura de la estética, la violencia de la escuela como institución para la obediencia al patrón o al jefe, las iglesias, la familia y muchas veces hasta la violencia de la camarada mujer obrera campesina.


El hombre obrero campesino es víctima y victimario, el brazo ejecutor de la violencia del sistema contra la mujer, las infancias y contra él mismo. A eso lo reduce el mercado mundial y la civilización moderna colonial y patriarcal. En un pueblo de Venezuela destinado por el mercado mundial --a través del Estado Nación-- a ser desde los años setenta productor de café, al obrero campesino se le paga su jornal con el mismo café que recoge, y que luego tiene que cambiar por lo que el sistema urbano y social nos ha impuesto como alimento: pasta, arroz blanco, harinas y azúcar refinadas, lácteos y grasas saturadas, en desmedro de la yuca, el ocumo, los cambures y todos los productos conuqueros originarios. Es decir, el campesino obrero cambia el gasto de su corporalidad viviente por productos de la misma industria que lo azota y que le exige la venta ultra-subvalorada de su trabajo; la industria que lo mantiene en dependencia ontológica, intestinal y palatal ligado al mercado mundial, que el mismo obrero sostiene entregándole (por obligación) su fuerza de trabajo en condiciones de absoluta y total injusticia. A su vez, el comerciante que le vende la comida industrializada, y que ya empieza a ser más victimario que víctima, vende el café que le extrae al campesino en un mercado mayor, asegurando así una doble venta en un solo proceso: le vende al obrero comida industrial por café y revende el mismo café en otro mercado. Al final, con operaciones económicas como esta, el comerciante nunca llega a ser burgués, aunque crea serlo porque tiene carro y vive en el pueblo y no en el campo, o porque viviendo en el pueblo tiene fincas en el campo, fincas en las que le paga al obrero con café que luego éste tendrá que cambiar por comida industrial distribuida por el comerciante, que o es el mismo patrón o es su socio. Todos bajo la batuta de las manipulaciones políticas del mercado mundial. 


Esta cadena de violencia económica es descargada sobre el cuerpo del obrero campesino y revienta en el cuerpo de la mujer obrera campesina y las infancias. 


Los cuerpos y las subjetividades de las infancias de las familias campesinas obreras (infancias también obreras) van codificando toda esa violencia que es, de hecho, su verdadera escuela, reforzada por la escuela oficial, que a menudo las expulsa y las humilla mediante toda clase de estrategias racistas y sexistas, incluyendo, al día de hoy, su falta de acceso a Internet, concebida como una falta moral.


Ante esta cadena de violencias estructurales lo que provoca es optar por el suicidio, lo que de hecho hacen algunos obreros campesinos usando el mismo producto que es el perfecto símbolo de su esclavitud: gramonsón líquido, el agroquímico que usan en su jornada de trabajo infra y sub valorada, que al ser ingerido produce una agonía irreversible, lenta y en extremo dolorosa. Se suicidan con la misma herramienta que los lleva al suicidio. También están los que se suicidan lentamente usando drogas (las peores, las más tóxicas), y los que están condenados al alcoholismo, los que padecen y mueren por depresión crónica, y los que ejercen tal forma de violencia física contra su prójimo que no es raro que un día amanezcan muertos.


¿Y lxs que no se suicidan cómo sobreviven? Al parecer una estrategia de algunas mujeres es la llamada "promiscuidad", a veces oculta tras el velo de alguna iglesia, o a veces sin ocultamiento, y así encuentran vías de escape de la violencia sistémica. Muchos hombres se vuelven "grandes solitarios", hermanados al bosque, que la gente reconoce como sabios y "curiosos". Hombres cuya soledad es sólo aparente porque en verdad viven aliados a las existencias físicas y espirituales del bosque. Algunas mujeres y algunas familias optan por dejar de ser obreras, o por disminuir y limitar su relación con el mercado mundial, para volverse conuqueras, también al amparo del bosque, que tiene una importancia fundamental en los procesos de liberación campesinos.


El bosque es la vida misma y la garantía de la posiblidad de la existencia de las familias campesinas conuqueras.


Me han contado historias de mujeres que hace más de cincuenta años se negaron a cambiar el bosque por el pueblo o la ciudad, mujeres que, ya ancianas, llevaban aparentemente solas el trabajo del conuco y la casa. Mujeres que se liberaron del marido violento, casi su asesino, gracias a la intervención de los espíritus del bosque. También me han contado de mujeres brujas que vuelan y que acechan y aruñan, como apariciones, al mozo que les provoca fastidiar. Sospecho que todas estas personas han encontrado en el poder del bosque no sólo su resguardo sino su estancia de sobrevivencia e incluso algunas veces de plenitud existencial, trastocando y quizás trascendiendo, junto a la resiliencia del bosque mismo, el machismo y el patriarcado criminal.


A veces el obrero campesino se vuelve conuquero para fundar una familia de humanos y existencias no humanas, con la fuerza de quien funda un pueblo. Cansado de la vida para la explotación y los vicios, a veces al borde de la muerte, se anima como insuflado por el espíritu mesiánico de la liberación a tumbar tres hectáreas y a montar su rancho. Para ello siempre cuenta con el apoyo de familias camaradas vecinas y aliadas. Y, desde luego, cuenta con el bosque. 


En menos de dos años este compañero es capaz de refundar la vida misma. La compañera conuquera es su principal aliada y cómplice. Si aquel es capaz de refundar la vida, ella es capaz de volver a crear el cosmos, con todo y dioses. Ella es quien resguarda el fogón, la huerta y el bosque mismo, el sabor y el saber del conuco, la crianza de animales y de los cachorros humanos. Ambos se han aliado con la naturaleza y con las infancias, y así todos los días generan estrategias para mantener a raya la influencia del mercado mundial, lo cual requiere mucha energía de solidaridad con la vida. El contenido de sus subjetividades está en la reciprocidad y en el principio de interdependencia con el prójimo, el común, tanto humano como no humano. Cuando llega el hermano o la hermana al conuco o al fogón, a la mano e vuelta, la cayapa o la conversa, la familia conuquera reafirma su comunión con el cosmos, y ésta es su cotidianidad y su liturgia.


Conocí una mujer proveniente de familias obreras urbanas que se juntó con un obrero campesino, y que con sus tres hijos pequeños se aliaron para formar, más que una familia un conuco, que es una familia extendida en la inmensidad de la existencia. Ella, acostumbrada a ese mecanismo urbano de aculturación de masas y herramienta de naturalización del extractivismo a escala planetaria que llamamos "comodidad", asumió la comunión con su compañero y hermano de existencia en el conuco, donde fraguan, junto a la miel de caña, la esperanza de la liberación, es decir, la esperanza fundada en el milagro sencillo de la entreayuda comunitaria, del "ama al prójimo como a ti mismo, él eres tú", de lo mesiánico que nos constituye como pueblo.


No quiero decir que la familia conuquera se halle completamente liberada del mercado mundial, pues una parte de su producción la destina al dios de la modernidad, la colonialidad y el patriarcado: el capital, no necesariamente en la forma de dinero sino de extracción de sangre al humano por el hecho de ser humano, y extracción de vida de la naturaleza por el hecho de existir como naturaleza. Buena parte de los frutos de sus alianzas y su reciprocidad, la familia conuquera la sede a Mamón o a Moloch, como quien paga tributo a un poder enemigo y terrible para que lo deje vivir, o como quien paga vacuna a bandas paramilitares. Cuando lo requiere --que es poco frecuente-- la mujer o el hombre conuquero vende su fuerza de trabajo como obrero, pero mayormente la comparte solidariamente con la comunidad. Además, tampoco está a salvo de la hegemonía de la subjetividad colonial y patriarcal. Vive en tensión entre el contenido liberador y el contenido opresor de su subjetividad, pero no claudica completamente. Tiene el poder fáctico y concreto de ponerle límites al capital. El misticismo del bosque y su natural insistencia en la abundancia de nutrición y de hermandades salva a la familia conuquera de ser completamente tragada por el monstruo. Incluso le ayuda a ceder cuando tiene que hacerlo. Pero el simple gesto de intentar cada día el golpe de timón conuquero mantiene al dios Capital a raya.


El ejercicio constante y consciente de la projimidad sitúa a la familia conuquera en una posición existencial de crítica pragmática a todas las formas de opresión. Yo he podido sentir en carne propia la fuerza de la projimidad ampliada en el conuco. Desde hace cuatro años he probado la diferencia entre trabajar la tierra solo, a trabajarla con la conciencia de que la tierra misma me acompaña, y a trabajarla con esa misma conciencia pero fortalecida por la presencia del hermano o la hermana conuquera. Entre estas tres formas de acercamiento a la acción de intentar reproducir alimentos, la tercera tiene la siguiente característica: la triple alianza con el hermano o hermana y la naturaleza produce un estado de ánimo robusto, fuerte. Incluso el esfuerzo físico se hace liviano. Y sucede un evento que sólo puedo explicar usando la palabra "mística", en el sentido de epifanía de lo sagrado y comunión con lo divino. Es más, me atrevería a decir, con la teología de la liberación, que lo que allí acontece es la presencia de Dios y de su reino.


Pareciera que la familia conuquera está en constante búsqueda de esta epifanía, que consiste en intentar generar las condiciones para que acontezca. Conozco una familia de origen campesino obrero y campesino conuquero (dos categorías que, como dije antes, a menudo se combinan) que decidió irse montaña arriba a fundar un conuco nuevo. Cambiaron la moto por una mula, animaron a sobrinos muy jóvenes con una gigantesca voluntad de trabajar el campo y empezaron a sembrar y a levantar la casa. Van de regreso a la montaña, en la dirección contraria de sus padres, que dejaron la montaña por el pueblo, generalmente buscando la posibilidad de que su descendencia ingresara en una institución de enseñanza formal, y tuviese acceso a la salud pública y a esas cosas que ofrece el pueblo. No conozco ningún estudio sobre el rol de la escuela pública en la extracción de fuerza de trabajo y de energía mística de la gente del campo y de su abundancia existencial, pero de hecho ocurrió que, durante todo el siglo XX, tras las huellas de la ilusión del progreso, familias conuqueras completas se mudaron a las cercanías de los pueblos más urbanizados, buscando, entre otras cosas, escuelas y liceos para sus hijos e hijas. En el interín, muchos caseríos de montaña se fueron quedando solos. A uno de esos caseríos es a donde la joven familia conuquera está regresando, poco a poco, lo cual se ve favorecido, aparentemente, por las nuevas determinaciones económicas de la cuarta revolución industrial --con su apagón pedagógico global--, en que el supuesto acceso a la zona del ser y por ende el ascenso social no están determinados ya por el acceso a la escuela pública sino por el acceso a Internet.


¿Tendremos nosotros, los más urbanizados, los etnocéntricos citadinos, posibilidad de hacer un regreso al campo, tendremos la posibilidad de andar en dirección contraria el camino de nuestros abuelos y abuelas? (Quizás hay que comenzar por hacer una autoetnografía del sujeto urbano que tiene tales intenciones de volver al conuco.) Un retorno así seguramente nos tomaría más de una generación, pues, a diferencia de la familia campesina, nuestra distancia de la vida del campo por lo general no es sólo mayor en términos geográficos, sino también en términos generacionales. En cambio la familia joven conuquera que truekeó la moto por la mula tiene en su memoria el recuerdo fresco de la mula de su padre o del abuelo con el que convivió, y que a pesar de la exigencia civilizatoria de la escuela y su intento de aculturación, en sus cuerpos y sus subjetividades late aún la presencia del conuco y de su abundancia de vida. Esta familia, como tantas otras, tiene fe e intención de vivir esa fe (poner el cuerpo) en el conuco, como concreción de la esperanza y de los principios de reciprocidad y complementariedad de la vida buena, traducida al lenguaje de su religión como "la flama misma del Espíritu Santo".


La presencia de las religiones de origen protestante es fuerte en esta población. Han penetrado todos los rincones, hasta los caseríos más distantes del pueblo. Han adquirido grandes y estratégicas extensiones de tierra, y han tocado el corazón del territorio, intentando apropiarse de la espiritualidad de las familias campesinas. Desde luego que el catolicismo sigue siendo la institución que detenta mayor poder oficial, pero las iglesias de origen protestante tienen una importantísima avanzada cuya primera característica es la territorialización de sus templos. Van a la gente. Descentralizan el culto. A estas iglesias asisten familias enteras junto a sus infancias, y sobre todo familias e individuos jóvenes. En ellas las personas se dan el permiso de descargar mucha energía reprimida, mucha rabia y dolor acumulados en la cotidianidad, producto de las diversas formas de represión social y económica que nos imponen los múltiples sistemas de dominación. Los hombres se dan el permiso de llorar públicamente de la misma manera que sus compañeras mujeres. Lo cual es tremenda vía de escape del canon patriarcal. La energía humana fluye con los cantos de alabanza, cantos intensos en volumen y en fuerza vital, y así sucede una verdadera comunión de cuerpos entrelazados en una misma creencia. 


A primera vista pereciera que estas iglesias coptan y capitalizan la energía de alianza entre las familias, el bosque, el conuco y la comunidad. Y puede ser que en efecto lo intenten y que su proyecto sea de dominación, como insiste Boaventura de Sousa Santos. Pero no la tienen fácil. Yo he visto que la gente las utiliza, las instrumentaliza. Un campesino conuquero que necesita renunciar a los vicios que le ha impuesto el sistema dominante, recurre a una de estas iglesias, representada por un vecino, con quien interpreta la Biblia y pone en práctica una estrategia de desintoxicación personal. Lo cual, desde luego, le dará vigor para profundizar en el conuco como ecosistema político, biológico y espiritual. Pero otra vez es la trama comunitaria la que le brinda contención. Pareciera que la iglesia puede ser "usada" como un medio, una vía para fortalecer la alianza entre el sujeto, la comunidad, el conuco y el bosque. Claro que también la iglesia se beneficia, y no creo que el campesino o la campesina no lo sepa o que no lo intuya. Pero en esa tensión vive. Es la misma tensión entre el trabajo comunalizado y la venta de fuerza de trabajo por jornal, la tensión entre el conuco y la agricultura de minería, ante la que la familia conuquera tiende sus puentes y estrategias de resistencia y resiliencia políticas. El énfasis está, no tanto en lo que el hombre y la mujer campesinos dicen crecer, sino en lo que hacen con creencia y esperanza. "Uno no siembra tanto para comer sino para tener esperanza", me dijo un día el señor Mariano Rangel, conuquero y tallista de La Mucuy. Y si a la iglesia se asiste también esperanzado es en búsqueda de fortaleza moral para "comunistar", que es una palabra de un sabio y curioso de este pueblo, y que entendemos como "el vivir sanamente con el prójimo cercano y el cósmico". La familia campesina busca en la iglesia "el fuego de unión de la trama comunitaria". Allí la mujer joven y sus hijos, víctimas de violencia machista, encuentran contención; allí la joven familia conuquera consigue impulso moral y fuerza de trabajo solidaria para hacer un conuco nuevo. Así la iglesia es otra herramienta política (tensa, compleja) que algunas familias campesinas utilizan para ponerle límites al capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Esto implica, desde luego, la traducción en clave pentecostal del misticismo tradicional de la familia campesina. Pero, al menos en este pueblo, las iglesias tienen que vérselas con la fuente de ese misticismo que es el bosque, con sus múltiples alianzas, que aquí tiene una presencia y un poder enormes.


Al final, en perspectiva aérea y terrenal, pareciera que la mística de estas familias campesinas está en su inteligencia para situarse con coherencia ética y política ante las necesidades, injusticias y posibilidades del presente, en alianza con la comunidad y con el bosque, y en búsqueda de abundancia para todxs. Tal como han hecho las comunidades indígenas, afroamericanas y criollas empobrecidas desde 1492. En esta voluntad de construcción comunitaria de coherencia con y en el presente, hay un poder para la continuidad de la vida que se pierde de vista. Un poder que protege y reproduce la diversidad biológica y cultural, y que es una gran barrera o un gran filtro contra toda forma de opresión. Es el poder de "comunistar", como diría el viejo sabio y curioso, y que vuelvo a interpretar como el poder de "estar en lo común", o de "estar como comunes", como prójimo. También puede significar "estar" --en el sentido de "prestarse"-- para la construcción de lo común, imitando el "estar" de la naturaleza (la famosa biomímesis que conocimos por Jorge Riechmann). Así el "comunistar" permite "estar" en la continua transformación del hacer, ---que deviene siempre diferente-- y que a la vez resguarda el principio biológico de conservación de la vida, imitando la manera en que se comportan los ríos que atraviesan este pueblo. Si la gasolina se vuelve inaccesible, cambian la moto por la mula, si la comida industrial se hace inaccesible, hacen nuevas rozas para sembrar comida de verdad, si las expectativas ontológicas de la modernidad se centran en el acceso a Internet, lo cual las hace inaccesible, se van a una montaña sin electricidad a fundar un conuco nuevo, si la escuela ya no le sirve al sistema y dejó de cumplir su función civilizatoria, hacemos nuestras propias escuelas comunitarias, como siempre se ha hecho en cada mutación del capitalismo. Y así van estas familias campesinas, como en la historia de Miguel Vicente Pata Caliente, navegando el río, siempre distinto, siempre cambiante, desde las alturas andinas hasta el mar, y de ahí de nuevo al inicio, montaña arriba, ya como otro río que, sin paradoja alguna, sigue siendo el mismo.


En este texto no he querido representar la verdad última de las familias campesinas de las que hablo, ni hacer una descripción ontológica ni etnográfica de las mismas. Sólo he dado mi opinión sobre algunos elementos parciales de sus vidas, sin ánimo de totalizarlos. Lo que he escrito aquí lo digo más desde mi ignorancia y desde mis creencias que desde la perspectiva de las gentes de las que hablo, aunque he escrito este texto al calor de sus presencias, y lo he leído y comentado con elles teniendo su aprobación.


Febrero, 2021


domingo, 22 de enero de 2023

Historia insurgente como mística de liberación

Este texto lo leímos en las 2das Jornadas de Historia Insurgente y Descolonización, en noviembre de 2022:

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No puedo entender el giro descolonial sin un consecuente giro existencial. La descolonización tiene que suceder en la cotidianidad. No puede ser una postura intelectual sino una forma de vivir. Con las disciplinas coloniales solemos construir relatos sobre cosas o hechos que no hemos experimentado, y desde marcos categoriales y existenciales que no hemos vivido. Esto es lo que nos sucede a la izquierda con conciencia moderna: producimos contenidos revolucionarios que no hacen la revolución, y que no tienen consecuencias concretas en nuestras vidas. No nos cuestionamos sobre el lugar que ocupan nuestras técnicas de producción de contenidos en el contexto de las relaciones sociales de producción (Benjamin). Y así, con contenidos intelectuales supuestamente bien críticos y revolucionarios, terminamos reafirmando los lugares de enunciación del enemigo, que a fin de cuentas llevamos en el corazón. Es la doble conciencia del colonizado que a la vez combate y pacta con el espíritu del colonizador (Dubois). En el fondo, y en general, nos cuesta creer en nosotros mismos. La racialización ha insertado en nosotres la falsa certeza de que, sin los dioses del capital, no podemos vivir en libertad.

La descolonización de la memoria, el ejercicio de una historia descolonial y anticolonial no puede servir (sólo) para hacer tesis, artículos, ponencias en congresos, etc. Ese no puede ser su foco. Debería, en cambio, afectar existencialmente la vida de quienes investigamos y de aquellos con quienes investigamos. Si salimos ilesos después de producir conocimiento supuestamente descolonial, entonces lo que hicimos fue reafirmar el colonialismo. Ser expertos en historia descolonial, o en cualquier otra disciplina, y que esa experticia no suceda en acciones concretas que transformen nuestras vidas, solo tiene sentido al interior de las estructuras académicas e ideológicas coloniales. De ahí que nuestro desafío sea hacer coincidir lo que producimos como contenidos revolucionarios y lo que producimos y consumimos en la vida cotidiana. Si nuestra producción crítica intelectual no incide en la transformación de nuestras realidades más íntimas, seguimos siendo fieles productores de ideologías dominantes, así las pintemos de rojo descolonial.

El problema lleva décadas planteado. En el fondo es el viejo debate sobre la coherencia revolucionaria, que durante el siglo XX se asumió secularmente, es decir, dejando de lado su componente místico, religioso o espiritual. Este debate se inserta en el debate mayor sobre el hombre y la mujer nuevas, que, salvo excepciones provenientes de las afroepistemologías y de los saberes originarios, el siglo XX abordó desde un economicismo supuestamente materialista. La izquierda secularizada le dejó la espiritualidad a las iglesias cristianas, al campo del arte, a la industria cultural y a la nueva era. Hoy sabemos que no es posible asumir esos debates sin cuestionar el asunto de la creencia y su relación con los deseos y las expectativas de vida. Eso es lo que entendemos como mística: la dialéctica entre las creencias y las acciones intersubjetivas. Pensamos que, en este caso, el ejercicio de relatar las memorias y de construir la temporalidad, el ejercicio de historizar con sentido de realidad, no puede dejar de lado los contenidos místicos de la existencia. Una historia insurgente necesita ser mística.

La memoria y la historia insurgentes deben ser entendidas como una crítica espiritual, o como crítica a lo que llamamos espiritualidad. En palabras de Franz Hinkelammert, retomando al Marx desconocido, se trata de asumir la crítica a la religión como crítica de la ideología. En este caso sería asumir la crítica de la historia desde los problemas que atañen a las espiritualidades contenidas en los relatos históricos, así como la crítica a los propios contenidos espirituales intersubjetivos de quienes produjeron esos relatos.

Comprender el capitalismo y la modernidad como religión nos lleva a comprender sus mitos de origen y sus ritos. La historia sería uno de estos mitos. La historia insurgente debería tener esto en cuenta, para saber, no de qué lado de la historia se está, sino desde cuál cielo o techo mítico se habla y se construye la memoria y la noción pragmática de tiempo. Y más aún: ¿con quiénes y en dónde se construye la memoria y la temporalidad, y para qué? ¿Se puede hacer historia insurgente con conciencia moderna? ¿Se puede hacer historia insurgente sin que eso afecte radicalmente la vida de quien o quienes historizan? ¿Desde cuál utopía se pretende vivir esa memoria, qué tipo de imposibilidad se está dispuesto a intentar para que esa memoria exista y se haga cuerpo? Este sería el desafío fuerte.

Comprender la historia como uno de los mitos de origen de la modernidad nos permite profundizar en el conocimiento del espíritu de la modernidad, en sus concreciones pragmáticas y políticas. A su vez, comprender la modernidad como espíritu nos debería conducir a producir también políticas espirituales, o a asumir el carácter espiritual de las políticas que producimos. Es necesario introducir la crítica a la religión en la política, en las ciencias, en la economía, en las relaciones interpersonales, etc, para ver claramente sus dioses, y poder comprenderlos como falsos dioses. Esto es lo que plantean Marx, Benjamin y Hinkelammert. Tenemos que aprender a desarrollar la habilidad de ubicarnos en la espiritualidad que necesitan nuestros proyectos de liberación. A la vez, hay que aprender a identificar y a intervenir en la espiritualidad del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. Para eso puede servir la historia insurgente.

A fin de cuentas, las luchas por la vida, como la posibilidad misma de reproducirla más allá de la modernidad, es una lucha mística que requiere un constante ejercicio teológico. Entonces también hay una lucha en el plano de la teología. La crítica de la ideología exige verlo todo con ojos teológicos, de lo contrario seguiremos perdidos en la secularidad moderna. Allí, supuestamente sin dioses, pareciera que la política, la ciencia y la historia se pueden asumir en un plano materialista idealizado, fetichizado, despojado de todo interés espiritual; el plano que todo lo remite al cálculo de la ganancia como supuesta realidad empírica y universal. Lo cual permite, por otro lado, que las espiritualidades, también despojadas de su concreción material directa, queden secuestradas por religiones fetichistas de toda clase, sin principio de realidad, atrapadas también en los juegos del mercado.

Desde esta crítica de la religión como crítica de la ideología podemos desmontar la hegemonía de la historiografía dominante, y comprenderla como uno de los ritos de la modernidad. El ejercicio de la historia como tránsito hacia la emancipación de la razón mítica, como linealidad y progreso y como superación del mito, la invisibilización de su carácter profundamente ideológico, subjetivo y político, el encubrimiento del carácter teológico de la historiografía a través de toda clase de prejuicios disciplinantes, hacen parte de los ritos seculares de la modernidad.

Siempre es interesante verle la cara a esos prejuicios rituales. Voy a nombrar algunos otros: la supuesta objetividad del historiador, el tabú del anacronismo, el fetiche de los Anales, las periodizaciones, el cientificismo, la linealidad del tiempo, el fetiche de las cronologías formalizadas en los modelos positivistas y documentales, la construcción de los relatos identitarios de los Estados Nacionales, como el mestizaje, y más recientemente, los prejuicios del inclusivismo multicultural, el antirracismo de las multilaterales, o la descolonización eurocentrada de la memoria llevada a cabo por los archivos y los museos coloniales del norte global.

Verle la cara a estos prejuicios es importante porque son los que han justificado y permitido, a escala planetaria, la invasión militar e ideológica de África, la preterización de los pueblos originarios de Abya Yala, la racialización de los pueblos del mundo, la justificación del supremacismo blanco y del etnocentrismo universalista nor-europeo; y más recientemente la continuación de la dominación a través de posturas poscoloniales, posmodernas e incluso descoloniales[1].

Desde una perspectiva teológica crítica, todos los prejuicios de la historiografía dominante son reafirmaciones rituales de los mitos de origen de la modernidad, como el mito de la raza y del progreso, el de la ganancia justa, el de la justicia moral del Estado-nacional, el de la verdad de la ciencia y la belleza del arte. La imagen del hombre (y ahora la mujer) conocedor/a de lenguas clásicas y de herramientas de paleografía y filología; el sujeto portador del dato, que pretende objetivizar todo o que estudia; el conocedor del documento (que posee el archivo a su alcance porque participa directamente del expolio y del epistemicidio colonial), y que tiene el privilegio de escribir, de nombrar las supuestas verdaderas memorias de todas las culturas de todos los tiempos y todos los espacios; esa imagen es la de uno de los gurú de la modernidad, junto al artista y el científico. Los tres son sacerdotes de la modernidad. Producen una mística invertida del mundo, una mística de muerte que es la teología del capitalismo y la modernidad como religión.

Al interior del oficio de la historia como disciplina se han levantado voces críticas. Los giros culturales, lingüísticos, intimistas y sociales que han ocurrido a lo interno de la disciplina han intentado frenar el poder desmedido del positivismo cronicón. Sin embargo, estos giros no siempre cuestionan las matrices coloniales de la historiografía, y a lo sumo son giros posmodernos, críticas de la racionalidad de la modernidad pero sin esperar trascender hacia una racionalidad de vida no antropocéntrica o mística comunitaria. Ni siquiera las críticas al estilo de Michael Foucault o de Wayden White salen de los marcos existenciales de la modernidad. Recientemente intelectuales como François Dosse, con su “giro reflexivo de la historiografía”, plantean un cuestionamiento a la historiografía occidental y a sus consecuencias en la producción del racismo, el sistema sexo género y el empobrecimiento a escala global. Estos historiadores hacen más bien una crítica formal, muy a la onda de las políticas inclusivistas de la Unesco (anti racistas y de género fundamentalmente), y en ese campo proponen trascender el siglo XIX pero desde los mismos marcos categoriales coloniales de la modernidad, y desde los lentes del norte global.[3]


El futuro está en el pasado: tiempo mítico, tiempo mesiánico

Nosotros aquí hablamos de historia insurgente. Yo prefiero verla como memoria o razón-creencia mítica insurgente, o simplemente como memoria mística insurgente y de liberación, porque hay que entenderla a la luz de los misticismos que nos dan vida, que nos dan energía y fuerza para intentar vivir una vida diferente a la del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. La fuerza para no morir ante la mano visible e invisible de los colonialistas; para sobrevivir a las políticas del termidor (el traidor) del chavismo; la energía para seguir inventando cimarronajes que nos permitan existir el pachacutec, o el sueño Wotuja de Purite, o el fin del mundo tal como lo conocemos, la crisis asesina-suicida del proyecto civilizatorio de la modernidad, el asesinato-suicidio colectivo en el que estamos sumergidos casi sin opciones, producto de la civilización de los hidrocarburos y su modelo de subjetividad.

¿De dónde vamos a sacar la energía y la fuerza para vivir todo eso? ¿Del dato bibliográfico documental? ¿Del archivo colonial? Si casi todas nuestras memorias fueron borradas por el epistemicidio colonial, ¿qué vamos a encontrar en el archivo sino vestigios y sobre todo ausencias? Nunca encontraremos el dato completo o medio-completo que la historia hegemónica exige, y que sólo ella dice poseer y controlar. Tampoco lo necesitamos. Aquellos vestigios son importantes, sin duda, pero nuestra fuente de energía no está en el archivo. El archivo es útil en la medida en que tengamos claro el mito de origen al que rendimos culto, o al que queremos rendir culto existencialmente. Si vamos a buscar en el archivo nuestra historia insurgente, pero lo hacemos con espíritu moderno, vamos a seguir produciendo contenidos sin cuerpo, sin existencia. Tesis doctorales sin consecuencias concretas en nuestras vidas. Contenidos que no se pueden convertir en existencia, y que sólo forman parte, marginalmente, de la economía de la academia colonial.

Si el capitalismo coopta, coloniza y fetichiza la creencia y el deseo, y nos impone el deseo de modernidad y la creencia en el Estado-nación y en el mercado, la liberación no puede fundarse en los aparatos míticos del propio sistema de dominación. Por eso necesitamos desaprender los ritos de muerte que tenemos incorporados como hábitos de vida. Lo cual implica una muerte ontológica con esperanza de renacimiento místico. ¿Y de dónde vamos a sacar la fuerza para hacer y sostener eso sino es desde el diálogo con las ancestralidades, desde una mística mesiánica como la que describe Walter Benjamin, desde una mítica insurgente como la que estamos intentando tematizar aquí?

¿Y qué sería eso sino el encuentro entre vivos, muertos y no nacidos aún para poner en común las energías vitales con intención de liberación?

Esa mística y ese diálogo ancestral son para continuar los intentos de liberación frustrados, para asumirlos, continuarlos e intentar, una vez más, completarlos. Es un diálogo con quienes quisieron liberarse y no pudieron o no les permitieron, con quienes vivieron la realidad del cumbe en su plenitud, pero también con el ancestro muerto en el cumbe invadido por la fuerza colonial, la ancestralidad arrecha, adolorida hasta los tuétanos por ser despojada y secuestrada de su tierra y de su gente; la ancestralidad que vio morir a sus hijos asesinados por el latifundio, la ancestralidad rebelde que tomó las armas y fue aplastada, la ancestralidad mesiánica sin nombre, el pariente en la utopía del horror a la oligarquía, el pariente conuquero o el cimarrón solitario que cogió pal monte, y el que quiso hacerlo pero no se atrevió, o no le fue permitido. El o la pariente que insistieron en la vía conuquera, y se aliaron a los espíritus del bosque. También el pariente que pactó, el que negó sus orígenes, y se olvidó de África y del árbol de Marawaca y abrazó los mitos criollos, y se racializó como mestizo y luego asumió los mitos gringos y los euro-helenocéntricos.

Todas esas fuerzas energéticas tienen que ser convocadas por la historia insurgente para que se vuelvan nuestros mitos, y para que los diálogos con ellas sean nuestros rituales. Entonces la historia insurgente tiene que ser entendida no como una disciplina sino como un ejercicio místico. Ni siquiera como un oficio transdiciplinario. Estamos hablando de algo mucho más poderoso que cualquier categoría occidental, incluyendo la propia categoría de historia, que simplemente seguimos usando porque nos da la gana, como diría Luis Pellicer. Se trata de asumir-inventar el continuo del espíritu mesiánico de liberación. Esto implica convocar la conversación mística para actuar, cotidianamente, en la espiral del mito vivo de nuestras ancestralidades nunca muertas, pero que hay que resucitar para que el ángel de la historia suceda.

Algunas herramientas de las historiografías críticas, como las microhistorias o la historiografía reflexiva o la historia de vida o la historia oral, o cualquier otra tecnificación crítica, pueden tener sentido mesiánico si se asumen con intersubjetividad mística liberadora. Una opción es la reconstrucción de memorias orales intersubjetivas como núcleos rituales, ya no de ritos sociales sino comunitarios, no sólo de humanos sino que incluye otras comunidades de vida. El dato aquí no es lo más importante; la verdad del dato documental no se considera descontextualizadamente, no importa el “en sí” de la verdad del dato sino su capacidad de despertar la conversación mística con las ancestralidades de liberación. Aunque no es la única vía.

En lo personal (que es político) la historia insurgente me parece útil para criticar y asumir el problema de la racialización de la existencia. Mi problema es el de la identidad mestiza como identidad racializada. Las micromemorias, la autobiografía, la microhistoria, la historia de vida pueden servir para contactar con la ancestralidad mesiánca que sobrevive al proyecto del mestizaje, y que nos empuja, transgeneracionalmente, hacia un más allá del mestizaje, y por ello de la propia modernidad y el capitalismo. Si y sólo si, ese contacto con la ancestralidad sucede desde marcos categoriales, cielos o techos míticos no modernos, o al menos con intención de transmodernidad. Para eso, insisto, los rituales y la espiritualidad afrodiaspórica y afrodescendiente, así como la indígena viva hoy, son imprescindibles. Pero ya aquí nos movilizamos hacia afuera de la historiografía, que se queda cortísima. Desde ese afuera retomamos las preguntas existenciales en conversación con las y los ancestrales: ¿por qué hay miseria en lugar de abundancia y plenitud?, ¿qué nos racializa, por qué continuamos siendo racializadas y racializados?, ¿cómo es posible que el sistema sexo género hétero-patriarcal persista en nuestras intimidades incluso cuando nos planteamos vivir con intención feminista y revolucionaria?, ¿por qué muchos de quienes asumieron posiciones radicales hoy están plegados al sistema?, ¿qué le dio su fuerza a Miguel de Buría y a la Reina Giomar, o a la abuela que sobrevivió el encierro patriarcal de 40 años de matrimonio humillante? ¿Qué energía hizo posible que la abuela Librada no se fuera del campo, y qué energía hizo que la abuela Sandoval abandonara barlovento con intención de blanquear a la familia y de ascender socialmente? ¿Qué energías de liberación y de opresión nos subjetivan?

¿Cómo sostenemos la opción de la liberación si no es desde el mesianismo de las memorias de la insurgencia que podemos hacer vivir en nuestros cuerpos, en una temporalidad llena de gente no sólo humana, y de muchos tiempos sin Kronos y sin “time is money”?

Convocamos ahora al espíritu mesiánico de la liberación
ardita de Monte Carmelo, Kuchi-Kuchi que
desciende del conuco de Iamancave
espíritu de San Juan Congo y Guaricongo
de María de la Onza
que lo imposible nos guíe hacia lo posible
así en la tierra como en el cielo de Pablo de Tarso
líbranos del fetichismo de la mercancía
y como dice el rezo cubano:
lo imposible actuando sobre lo posible engendra la posibilidad infinita
unión del quetzal y el cóndor
ángel de la historia
haz que suceda.

Un cuerpo sano es un cuerpo bello: la producción clínico-farmacéutica de la normalidad estética


El 27 de junio de 2022, nos invitaron a facilitar una conferencia para el PNFA en Salud Colectiva del IAE Dr. Arnoldo Gabaldón. La comparto por aquí como parte de nuestro programa de re-educación sentimental:
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Voy a hablar de lo que no se ve, de lo encubierto y de algunos mecanismos de encubrimiento de la medicina hegemónica y de las industrias de la clínica y farmacéutica. Mecanismos simbólicos y materiales que voy a identificar como “maquillajes” y voy a definir como estéticos. Entiendo la estética como una característica del patrón de poder de la modernidad/colonialidad. La estética es una consecuencia de la modernidad. No existe fuera de su ámbito de dominio. No es una característica universal de la especie humana. Es una secularización de la metafísica de la luz de la cristiandad (claritas), que en la modernidad se convierte en una ontología del maquillaje y de la apariencia. Afirmo que la estética sirvió y sirve para producir la presencia de un modo de control biopolítico, que con Oyèrónkẹ Oyěwùmí pudiéramos definir como la forma en que se presenta (se ve) la existencia en la modernidad; el aspecto, la apariencia del sentido común “somato-visual-centrado” como característica de la subjetividad individualizada, autoerótica y sentimentalista de la modernidad. A ese “modo de existencia” le llamo estético, porque así lo definieron y tematizaron los filósofos germanos-prusianos del siglo XVIII. La estética es la formalización nor-euro-blanca del modo de existir moderno.

En Piel negra máscaras blancas Franz Fanon habla de una “zona del no ser” como un territorio árido al que nos han confinado a las y los racializados del mundo, a las y los condenados de la tierra. Pienso que la estética es una manera de habitar la zona del no ser dependiente de las exigencias somato-sentimentalistas que produce la zona del ser. Es la apariencia misma de la zona del no ser, como espacio y tiempo en el que vivimos enmascarados, disfrazados de blanco, de hombre, de propietario y de devoto cristiano.

La cristiandad y luego la modernidad generan un sentido común basado en la centralidad de la apariencia de los cuerpos. Los modos en que la corporeidad aparece en el mundo se vuelven centrales para las existencias cristianas, y luego modernas y europeas. Las apariencias, definidas binariamente, constituyen un ámbito existencial administrado por las instituciones que las producen. Las apariencias binarizadas de lo bello-no bello, hombre-mujer, humano-naturaleza, humano (ser)subhumano (no ser), mente-cuerpo, salud-enfermedad son patrones existenciales que se imponen como criterios de subjetivación y sentido común. En la cristiandad, el aparecer de estos constructos binarios (su performática como diría Judith Butler) definía la cercanía o lejanía de Dios. En la modernidad define la cercanía o lejanía de la zona del no ser de la que habla Fanon.

La producción de apariencias está en la base de todos los mecanismos de dominación de la modernidad. Las mercancías capitalistas circulan como apariencias, como fetiches. Los cuerpos racializados circulan y son administrados como apariencias: apariencia de blanco o de no-blanco. Los cuerpos sexualizados también circulan como apariencias: apariencia de hombre, mujer, trans, etc. La religión cristiana circula como apariencia de espiritualidad comunitaria y de amor al prójimo.

En la modernidad, las apariencias son la realidad. Se utilizan para producir normalidad, entendida como belleza y salud.

El campo hegemónico de la salud (industrial quirúrgico-fármaco centrado) está determinado por la belleza estética. La belleza es el paradigma de esa zona somatocentrada de la individuación autoerótica del yo moderno. Es paradigma del egocentrismo y del antropocentrismo de la modernidad. Es paradigma de la normalidad y del biologicismo de la modernidad. La belleza es la forma misma de la apariencia, es la formalización de las maneras en que las existencias aparecen en el mundo, cómo se ven, cómo lucen, y de las cuales se deriva su ser y su humanidad.

La belleza como normalidad es lo propio de la estética. Lo normalizado en la civilización de la modernidad es que existan personas racializadas y sexualizadas, comunidades de seres vivientes explotadas y una religión que hace del amor un fetiche. Esa normalidad se valora como belleza. Bella nos parece la máscara blanca sobre todas las pieles del mundo (Fanon). Bella nos parece la naturaleza como paisaje y espacio para el extractivismo turístico y minero-agrícola. Bellas nos parecen las mercancías “chorreando sangre” en los templos urbanos de la belleza estética (Marx).

El sistema clínico-farmacéutico es una de las instituciones responsables de producir la normalidad estética. Tiene el rol de vigilar el cumplimiento de esa normalidad. Administra las apariencias y las produce. Es la gran industria de la apariencia de la salud, entendida como industria de la belleza estética de la salud.

“Un cuerpo sano es un cuerpo bello”, dice el discurso dominante de las farmacéuticas y de la medicina quirúrgica-industrial. Pero que la belleza de la modernidad sea equiparable a la salud no es una premisa universal, porque ni el concepto de belleza estética ni el de salud clínica o pública son aplicables a toda la humanidad. La equiparación de estos conceptos sólo tiene lugar en el contexto de la civilización que los creó. En el sentido común de la cristiandad la belleza divina era visible en los cuerpos bellos, lo cual demuestra cómo ciertas características anatómicas eran metaforizadas como reflejos de Dios. La modernidad seculariza este sentido común teológico-corpo-centrado y hace énfasis en el disfraz del individuo egocéntrico, en la cosmética de los cuerpos, en el fetichismo fármaco-pornográfico y en el dominio de la naturaleza antropocentrada. Vemos así la continuidad civilizatoria, cristiana y moderna del uso y función de la vista y de las metáforas fetichistas del cuerpo, como criterios para construir nuestras concepciones sobre belleza y salud.

En el ideal de vida de la modernidad, el buen vivir es reducido al concepto de bienestar, enmarcado en el binarismo salud-enfermedad. No es imperativo ser parte integrada del principio de interdependencia de la vida, o pertenecer a una comunidad de parientes para existir; sólo se necesita aparentar que se está bien. No importa si se existe mal. La apariencia de los cuerpos es el contenido de la subjetividad así como la apariencia de la salud es el contenido mismo de la salud. Importa más aparentar la salud que la salud misma. De hecho, podríamos decir que la salud es un estado subjetivo y objetivo de apariencia de salud. Lo cual nos llevaría a sugerir que la salud es un maquillaje.

Esta “estética de la salud” pareciera ser la premisa de las industrias de la salud y de las políticas públicas de salud. Lo vemos en el concepto de “estado de bienestar” que se define como la apariencia de que el cuerpo político y el personal están sanos, lo cual equivale a decir que se está dentro de la normalidad exigida por la modernidad/colonialidad. Parafraseando a Franz Fanon, estar sano quiere decir que se ha alcanzado “la ilusión del acceso” a la zona del ser. La ilusión es suficiente para suponer el bienestar, que se comprende como sumisión subjetiva ante los patrones establecidos por las industrias de la clínica y farmacéutica. Y como en la modernidad la ilusión (es decir, la apariencia, la estética) equivale a la realidad, la ilusión de bienestar se asume como salud real.

La industria de la medicina quirúrgica y farmacocentrada genera toda clase de artefactos cargados de metáforas coloniales, patriarcales, capitalistas, raciales, cristianas y de clase. Metáforas estéticas que buscan determinar la verdad de los cuerpos humanos. Metáforas que se producen y se ponen en práctica en el acto mismo de la medicina. Voy a plantear algunos ejemplos. El primero es el ejemplo de la propaganda médica de fármacos. Me gustaría observar que no existe sólo una estética de los fármacos (en el sentido de propaganda capturada por los medios de masa), sino que los fármacos legalizados son en sí mismos profundamente estéticos. Esto tiene que ver con el principio fundamental de la medicina moderna de atender los síntomas y no las causas eco-integradas del malestar. Un principio a todas luces estético. Los fármacos están diseñados para “atender”, “asistir”, “contener” la somatización de una condición existencial que se reduce a sus elementos mecánicos y biológicos. Los fármacos son la extensión del ojo clínico, se dirigen a la misma superficie somática. No buscan reintegrar la existencia de la persona con las comunidades de existencia cósmicas. Buscan hacer desaparecer un síntoma. Atienden la “apariencia” del malestar, la estética del malestar. Buscan cambiar la apariencia del malestar para que el malestar aparezca de otra manera, así eso implique una larga lista de efectos secundarios conocidos y desconocidos, efectos de una pseudo ciencia que transforma su condición experimental en verdad universal, gracias a un prestigio acumulado a través de los imperios del capital y la modernidad.

La atención en el síntoma cosificado, objetivado, formalizado, es una atención en la apariencia. Demuestra una concepción estética de la medicina y de la existencia. Con la lógica de la cirugía ocurre lo mismo que con los fármacos. No es suficiente que un órgano funcione bien, también es necesario que se vea bien, que parezca un órgano normalizado por el sentido común de la modernidad. La objetivación del órgano es equivalente a su estetización. Su fetichización opera estéticamente. La plasticidad de las cirugías es posible gracias a este principio de fetichización, cuyo fin pareciera ser producir cuerpos normales, anclados al concepto de belleza nor-euro-blanco-hétero-cristiano-centrado como criterio de verdad. Anclados, en fin, a la estética.

Un ejemplo de esta función normativa de la medicina quirúrgica es el protocolo de vigilancia del género. Paul Preciado ha llamado la atención sobre este hecho. Ha observado que, desde la década de 1940, el sistema clínico y farmacéutico literalmente produce la relación hétero sexo-género que constituye el sentido común colonial. Al nacer bajo el control de este sistema, a toda nueva cría humana se le impone un género en función de la anatomía de sus genitales. El ojo clínico, entrenado en buscar la enfermedad, busca la ausencia o la presencia de lo que la clínica llama “dimorfismo genital”, que al ser comprendido como patología se opta por intervenir quirúrgica y farmacológicamente. Este protocolo es ejemplar del sentido común de una ciencia de la salud basada en la enfermedad y en la cosificación-sexualización de los cuerpos. Lo mismo sucede con los efectos racializadores de la medicina occidental. La Dra. Mariely Herrera asegura que la vacuna VCG no tiene ningún efecto en la inmunización humana, y que sólo sirve para marcar físicamente a las personas empobrecidas, sobre todo a las nacidas en el llamado tercer mundo.

Todos estos son, en verdad, criterios estéticos, no científicos, basados en la apariencia de la normalidad de la colonialidad/modernidad. Criterios que determinan el desarrollo de las técnicas y las tecnologías de la medicina occidental. El sistema interviene para producir la apariencia física y anatómica de existir como hombre o como mujer, de la misma forma que interviene para marcar plásticamente a las personas empobrecidas, dejando una señal corporal y visible de su (nuestra) inferiorización civilizatoria impuesta. La marca del amo. La marca de la ignominia.

Esta racialización de las industrias de la salud se nos impone como sentido común. Opera invisibilizando las sabidurías locales, reducidas a ser objeto de extracción de materias primas y del constante epistemicidio. Las concepciones locales del malestar y su transformación son concebidas como atrasadas por la lógica del progreso y el desarrollo tecnocrático. Debido a esto, los elementos constitutivos del sistema clínico invierten buena parte de su energía en autopromoverse como superiores, incluso como biológicamente superiores. La propaganda tecnocrática, que es reafirmada por todas las etapas del sistema escolar, lo mismo que por el resto de las instituciones del Estado Nación y su legalidad, los organismos multilaterales (OMS-Unesco, etc) y las corporaciones transnacionales, genera la creencia en la superioridad de los fármacos, en los procedimientos quirúrgicos y en la figura misma de las y los trabajadores de la salud.

La producción de la creencia en la superioridad de las “industrias de la salud” tiene un claro componente estético. Es una creencia producida estéticamente. Una creencia mística, teológica, que nos impone los fetiches de la medicina occidental, valorados como dioses verdaderos por la manera en que aparecen, por los modos en que se nos presentan, es decir, por sus apariencias. La misma lógica de fetichización de las mercancías opera en el campo de la salud. Hay una cosmética de las industrias de la salud que las determina en todos sus elementos. Esta cosmética, que es en sí misma una lógica, media entre el sistema y las personas, incluyendo a aquellas que producen el propio sistema. Las y los especialistas están destinades a encarnar y a reproducir esta cosmética en su propia subjetividad. El sistema pone mucha energía en producir la apariencia de la cientificidad de los procedimientos y las técnicas de la medicina, la apariencia de la efectividad de sus tecnologías, de la justicia de sus leyes, la apariencia en la universalidad de su saber y en el carácter transhistórico de sus instituciones. Y, como vimos, en la modernidad la apariencia es valorada como verdad.

La lógica de la moda, determinada por la ideología de lo nuevo, afecta todos los componentes del sistema clínico-farmacéutico. La producción de apariencia del campo de la salud es quizás uno de sus elementos más importantes. El sistema que produce los llamados “cuerpos sanos” también produce las presencias de los cuerpos que lo administran. Las y los trabajadores de la salud son formadas y formados en una “manera de aparecer” para producir en la sociedad efectos de verosimilitud y de poder. Se hace evidente en el predominio del color blanco o pasteles claros en la arquitectura, en la vestimenta médica, en las tecnologías y en la presentación de los medicamentos. El concepto cristiano de “pulcritud” (metafísica de la luz), secularizado por las metáforas burguesas de la ilustración, determinan la apariencia del sistema como manifestación de su supuesta verdad. El poder masculino de la bata blanca, la profilaxis de las tecnologías médicas y la circulación de los fármacos como mercancías atractivas, responden a una cromática iluminista, cristiana y burguesa, que asocia el color blanco con una supuesta superioridad racial, y por ende de clase y de género. Estas metáforas generan efectos de identidad y de socialización. Producen el rol social de dominación epistémica y técnica que la sociedad y sus instituciones le atribuyen a la medicina quirúrgica-farmacocentrada. Como vemos, no solo la ilusión de la salud tiene importantes componentes estéticos, sino que también la ilusión de la efectividad y la importancia social del personal de salud y sus tecnologías es generada con criterios estéticos.

Esta estetización de la medicina industrial, este formalismo y cosificación bellista de la salud, que opera en los elementos epistémicos, pedagógicos, técnicos y tecnológicos de la medicina hegemónica, opera también, y fundamentalmente, en los cuerpos de las poblaciones. La producción de la creencia teocrática en la medicina, en sus políticas de producción de la normalidad clínica blanco-euro-andro centrada, tiene en la noción de enfermedad su lugar de enunciación y su eficaz herramienta de dominio. De hecho, la enfermedad es, en sí misma, el artefacto moderno a través del cual opera el dominio estético de la medicina occidental, o el artefacto a través del cual opera la medicina occidental en tanto estética. Se utiliza para transformar el malestar en patología, a través de la lógica del síntoma mecanizado, fetichizado y comprendido como criterio interpretativo de la verdad del cuerpo humano.

La enfermedad activa los mecanismos estéticos más profundos de la industria de la salud. Los componentes del sistema clínico-farmacéutico buscan atender y asistir el síntoma de manera estética porque buscan borrarlo, aliviarlo, contenerlo. En definitiva, lo que se busca es que la persona no sienta dolor, lo cual implica, en verdad, una especie de anestesia.

En sucesivas investigaciones y cursos universitarios venimos mostrando que la estética es una herramienta de distracción civilizatoria, el medio con el que la modernidad oculta los verdaderos objetivos de su proyecto civilizatorio, y con el que nos hace aparecer esos objetivos como buenos, deseables y bellos. Decimos que la estética es la forma misma de la ideología. El rostro del fetiche, la máscara blanca sobre todas las pieles del mundo, el envoltorio de las mercancías, el maquillaje del género, la fachada de la iglesia y de la fe del clero. Concluimos así que la estética es en verdad una anestesia, un estado de distracción y un medio de distracción social que permite la subjetivación masiva de la dominación y la colonialidad, sin que nos demos cuenta y hasta por cuenta propia.

La medicina quirúrgico-farmacocentrada es también uno de estos medios de estetización de la realidad. Su énfasis en el síntoma la convierte en una maquinaria de producción del concepto de enfermedad, y de la transformación del malestar social y personal en enfermedad. El síntoma transforma la lógica de las causas en superstición, atraso, vestigio del pasado, subdesarrollo y pobreza. Todo intento de transformar la enfermedad en reconocimiento de la condición pluriversa y cósmica de la persona humana es invisibilizado, menospreciado, subestimado, ignorado. Alejada de las causas integradas, interdependientes, ecológicas, místicas y cósmicas, reducido el malestar a enfermedad, cosificados y fetichizados los cuerpos, la medicina moderna opta por anestesiarnos. Roto así el vínculo entre el malestar y sus orígenes comunitarios y cósmicos, nuestras existencias quedan distraídas por los efectos cosméticos de la clínica sobre los síntomas. Anestesiados por la estética de la medicina occidental, el maquillaje del malestar se nos representa como la verdadera salud, y no nos queda más remedio que hacernos dependientes del maquillaje, de los fetiches clínicos y farmacéuticos, convertidos nosotros y nosotras mismas en un fetiche más.

Cada vez las estrategias para salir de este estado de estupor y anestesia se hacen más evidentes y cercanas. Sospecho que no se trata de transformar el sistema clínico farmacéutico, sino de sacarlo de circulación. Pareciera necesario acudir a los pueblos que tienen experiencia en ello. Nosotres venimos hablando de recuperar las artes de la atención despierta, las artes del darnos cuenta, del estar plenamente en el mundo y como parte del mundo. Eso puede significar recuperar el principio de interdependencia de los pueblos no modernos, especialmente en los andino-caribe-amazónicos y afrodescendientes, incluyendo a las y los criollizados que se resisten a volverse plenamente urbanos. Lo cual significa el intento de reinsertar nuestras existencias en contextos de comunidades de vida. Una reintegración mística comunitaria que tendremos que seguir conociendo, reinventando y reconstruyendo en nuestros hábitos y acciones cotidianas.

Hay que aprender a dudar de la duda

Este texto lo estamos construyendo desde diciembre de 2021. Lo hemos hecho junto a Eleazar Figueroa, cuyo testimonio de vida hoy releemos.

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Eleazar Figueroa tiene 23 años. Desde hace cuatro años vive en una comunidad wötjüja en Alto Carinagua, Amazonas. Su niñez y el inicio de su adultez transcurrieron entre Puerto La Cruz y Caracas, en el seno de una familia de clase media. Guiado por la medicina tradicional wötjüja, conoció al chamán Rufino y se casó con Yolimar, hija del chamán. Juntos están criando a Jattüpaju Kiara, su hija de tres años de edad, hacen un conuco y viven una vida bajo el cielo de la cosmovisión wötjüja, pleno de los desafíos de este primer tercio del siglo XXI.

Este texto recoge fragmentos de su testimonio:

Eleazar Figueroa:

En 2019 vine a Alto Carinagua a visitar a Rufino, el chamán. En ese entonces yo llevaba 6 años tomando ayahuasca, y no encontraba convicción en mi vida. Luego conocí el yopo, que significó un cambio gigantesco en mi vida. Eso fue hace ya cinco años en Puerto La Cruz. Llegué al yopo porque, por aquel tiempo, ya no llegaba ayahuasca a Venezuela, y era muy costosa la ceremonia de ayahuasca. Entonces decidí aceptar una invitación a una ceremonia de yopo. En principio, le tenía miedo al yopo, porque era algo diferente a lo que había vivido dentro de “la medicina” tradicional. Esa primera experiencia de yopo fue para mí absolutamente trascendental. La ceremonia la dirigió un aprendiz del chamán Rufino, de esos que vienen para Amazonas y después comparten la medicina en otros lugares.

Una semana después participé en otra ceremonia de yopo, también en Puerto La Cruz, y tuve la experiencia más fuerte de mi vida, la apertura más fuerte de mi vida, pero que se cerró por un proceso con una persona. Después estuve un año y medio sin “yopear”. Esto fue entre los años 2016 y 2017. Cuando luego volví a la ceremonia del yopo, venía de sentirme muy mal físicamente. También estaba muy mal económicamente, estaba muy solo, no encontraba respiro. En esa ceremonia se me abrieron los caminos, y fue cuando logré conseguir dinero para venirme para acá, a la comunidad en la que vive el chamán Rufino, quien hoy en día es mi suegro.

Yo vine a hacer una ceremonia de “dädä”. En la cosmovisión wötjüja se define “dädä” como “la madre de todas las medicinas”. El dädä es una medicina en la cual tú ves el futuro, pero el futuro real. Esta ceremonia la hice en La Cascada, junto a una prueba de dolor con hormigas bala. Durante este proceso, que fue muy fuerte, Yolimar, mi esposa, estuvo como ayudante del chamán, su padre. A ella no la había visto antes, a pesar de que yo ya llevaba una semana como turista en este lugar. En plena ceremonia yo me puse de pie, y ella me condujo a sentarme de nuevo. En ese momento yo tuve una visión: vi los conucos que había tumbado, vi a mi hija antes de que naciera, la vi como es ella hoy, igualita. La semana siguiente fui a buscar a Yolimar para intentar quedarme con ella aquí. Y, en efecto, me quedé. Mi idea inicial era pasar sólo dos semanas aquí, pero luego pasé un mes y luego dos. A los tres meses me fui con Yolimar a Caracas para que conociera a mi familia. Allá mi papá y mi mamá se dieron cuenta de que Yolimar estaba embarazada. Así comenzó mi vida en esta comunidad.

Durante todo este tiempo he vivido aquí cosas muy fuertes. A los cuatro o cinco meses de mi nueva vida comenzó el proceso de “tumbar conuco”. Yo tenía años que no agarraba una peinilla. En medio de la faena me picaron unos avispones que me sacaron sangre. Pasé tres meses con llagas por la infección de esas picaduras y me descompensé mucho. Decidí ir a recuperarme a la casa de mi papá y mi mamá, en Caracas. Al regresar vivimos todo el proceso del embarazo de Yolimar. Durante ese tiempo dejé de usar yopo, pero asistía a las ceremonias. Incluso me mudé a la churuata del chamán para dormir allí mientras hacían la ceremonia de rezar a mi bebé. En la cosmovisión wötjüja, ellos rezan y cantan a las y los bebés durante el proceso de gestación, para que tengan salud y nazcan bien; también para que la mujer tenga un buen parto.

De allí en adelante todo fue adaptación. El primer año fue el más difícil: era para salir corriendo. Todo me costaba. Es muy difícil entender el hecho de que todas tus comodidades desaparezcan. Es muy diferente haber ido al baño toda tu vida en una poceta y ahora tener que usar un hueco. Es muy diferente estar acostumbrado a bañarte en una regadera con agua caliente a tener que bañarte a las nueve de la noche en un río oscuro. Para mí esa ha sido una de las cosas más complicadas. Llevo tres años viviendo aquí y todavía extraño el agua tibia de la ducha.

Durante los dos primeros años me perdí cuatro veces caminando en la selva. Otra cosa difícil es que aquí no hay horario para comer. Aquí hay a veces un desayuno, a veces un almuerzo y si no cenas no cenaste. Pero también hay momentos de mucha abundancia, días seguidos de cacería, así como hay días en los que solo se come bachaco. Cuando construimos esta churuata los tres primeros meses de trabajo fueron tiempos difíciles. Yo llegué aquí sin dinero y sin trabajo. Y de pronto durante los seis primeros meses tenía una pareja, un embarazo y no tenía cómo mantenerlo. Durante el primer año mi suegro, el chamán Rufino, nos ayudó muchísimo. Viví los dos primeros años en su casa. Mi trabajo era cargar agua, sacar leña y ayudar a mi suegro y a mi suegra. Luego tuve mi primer conuco, nació mi hija y las cosas cambiaron.

Cuando tenía 16 y 17 años yo decía que quería vivir como estoy viviendo hoy, decía que quería estar solo en la selva. Es una realidad que yo quería vivir, diferente de la que se nos impone en las ciudades. Creo que, en parte, eso es lo que me ha hecho resistir aquí: esa convicción de vivir diferente. La medicina tradicional me enseñó a creer en mí mismo. Aprendí que las acciones en la vida implican responsabilidad, y que si las hacemos es porque debemos sostenerlas en el tiempo. Si yo estoy aquí haciendo lo que estoy haciendo es porque tengo que terminar de hacerlo, tengo que vivirlo.

Y hasta ahora nada me ha indicado que no estoy donde tengo que estar, o que venirme para acá fue una mala decisión. Solamente el hecho de no haber vivido la Covid 19 en una ciudad, no haber tenido que vivir el encierro, el miedo colectivo y la paranoia, fue un gran regalo de la vida. Aquí vivimos tranquilos y felices durante la primera crisis de la pandemia por Covid 19. En ese tiempo entendí que la productividad es para ayudar a todo el mundo, para poner un poquito para todos y con conciencia. Para mí actuar con conciencia no es fácil porque estamos muy acostumbrados a la zona de confort y a la flojera que la ciudad nos impone, porque pensamos que estamos muy solos y que todo se hace individualmente.

Pero uno nunca está solo. En la ciudad pensamos que estamos solos, pero no es cierto. Porque cuando estás en tu casa, tú dependes de la persona que prende la bomba de agua, de quien te pone el gas o la electricidad, dependes de quien te abre la puerta del estacionamiento para que saques tu carro, etc. El asunto es que en la ciudad nada de esto es visible: no se ven los esfuerzos acumulados de miles o millones de personas. Uno allí cree que puede lograr las cosas solo… Pero resulta que si te graduaste en una universidad, ese logro no es sólo tuyo, no lo hiciste tú solo. Miles de personas hicieron posible que te graduaras, todas las personas que conforman el sistema en el que se vive en las ciudades. Entonces para mí la zona de confort es la creencia de que uno solo, individualmente, puede controlar todo lo que nos rodea. Y yo pienso que eso no es así. Yo descubrí eso aquí.

¿Y cómo se sale de esa zona de confort?: “haciendo la acción”. Mientras yo vivía en la ciudad tenía miedo de hacer la acción de salir del sistema que me determinaba. Pero yo insistí en llevar a la acción mi propia convicción de vida: querer lograr lo que sabes que puedes lograr. Esa convicción es hoy sostenida y alimentada por mi familia, mi esposa y mi hija, con quienes vivo aquí. También la alimenta el hecho de ir para el conuco y caminar por la selva. Ahora comparo esas caminatas con mi vida en Puerto La Cruz, llena de gente peleando en las calles, carros echando humo, la falta de comunidad, gente diciéndome que no cuando pedía trabajo. Yo viví ese tipo de cosas. Aquí yo no vivo eso. En este sitio yo ando por caminos en los que escucho pájaros y veo plantas… donde mi esfuerzo me define y me pertenece tanto como a mi familia. Esto no ocurre en la ciudad. Allí la gente no se da cuenta de que trabaja para un patrón que no te devuelve lo que te beneficia, sino que regresa lo que le beneficia a él. Aquí el chamán es una persona que me da de su esfuerzo y no del mío, porque no roba mi fuerza. No me da de lo que se me quita. Me da de lo que hacemos juntos. Aquí los esfuerzos se comparten: por ejemplo, esa yuca, el casabe que estamos comiendo ahorita. Yo traje un pollo para compartirlo, que fue mi esfuerzo… ese casabe es el esfuerzo de mis cuñadas, de mi suegra… Esos esfuerzos aquí se unen, y son nuestro alimento.

En la ciudad eso no se ve. En la ciudad tú te comes un plato de comida, pagas y listo. Cumples con esa norma social. Eso para mí es una ilusión de lo junto, del vivir juntos. Allá cada quien está abocado a lo que necesita para sí: no hay una comunidad. Así vivía yo en la ciudad.

Las ganas y la voluntad de vivir diferente: eso es lo que me mantiene aquí. Yo veo que el mundo está lleno de guerras, enfermedades, crisis de toda clase. ¿Por qué? Porque la mayoría de la gente hace siempre lo mismo. Veo a los adultos peleados, a mis abuelos muriéndose viejos y de tristeza… ¿Y qué hicieron? Lo mismo que les dijeron que hicieron sus padres. Es un círculo vicioso, con un destino predetermiado: escuela-universidad-trabajo-matrimonio-nietos y muerte. En mi experiencia de vida, yo no conozco a nadie que siga ese destino con plenitud existencial. Yo aquí he conseguido plenitud de vida. Este sitio me ayudó a vivir diferente, me ayudó a crecer. Mi guía ha sido la selva, el conuco, la compartida comunitaria de los esfuerzos, mi familia y la medicina. La medicina ha sido mi guía, es lo que me ha dicho “cálmate, relájate, respira, sé consciente de lo que estás viviendo”.


Infancia y temprana juventud:

Durante mi infancia, y hasta los 10 años, no me faltaba nada de lo que yo quería y necesitaba: los juguetes, la comida, las golosinas. Hasta los 8 años viví en la ciudad, en Lechería, en Barcelona. Luego mis padres decidieron intentar crear empresas en las afueras de Barcelona, lo cual me llevó a vivir en el campo. Incluso tuvimos una finca de 10 hectáreas a la que yo iba con mi papá a cosechar alimentos. En esa época éramos ateos en mi núcleo familiar. Yo también era ateo hasta que llegué a la ayahuasca.

Mi primera toma de ayahuasca fue a los 14 años, en un momento de crisis existencial de mi papá y mamá debida a la muerte de mi abuelo, que sostenía muchas cosas en la familia. Entrar al mundo de la medicina indígena implicó un cambio dentro de nuestra familia. Es muy difícil explicar cómo pasamos de no creer en nada místico a entender que hay algo mucho más trascendental que la inmanencia de la vida. Durante esa primera toma de ayahuasca me quedé dormido. Pero durante la segunda toma viví una experiencia que marcaría mi vida. Viví el proceso de mi propio infierno. Viví la demencia, la locura, la tortura. Perdí la conciencia durante toda la noche. Viví lo que sé que viví en mi visión. A la mañana siguiente, cuando me desperté, sentí algo tremendo, algo que no me había pasado nunca: no sabía quién era yo. Había perdido el conocimiento de mí mismo. Pero me sentía profundamente feliz. Me sentía en profunda paz. Hoy me parece que ese fue un momento de reinicio de mi vida, un nuevo comienzo. Yo morí esa noche, y renací.

Algunos meses después decidí irme a vivir solo. En los siguientes dos años tomé ayahuasca solo seis veces, porque siempre volvía al mismo proceso, pero cada vez aprendiendo y superando, mientras que mi papá y mi mamá tomaban ayahuasca todos los fines de semana, viajaban, participaban, organizaban ceremonia de ayahuasca, hasta llegaron a visitar al abuelo Querubín cuando todavía no había ahí ni siquiera un campamento.

En esa época mi papá y mi mamá me alquilaron una habitación. El trato fue que mientras yo estaba en el colegio ellos me la pagaban, y durante las vacaciones yo tendría que trabajar para pagarles a ellos. En ese tiempo sostuve una relación amorosa muy intensa con una muchacha que pronto se fue a vivir a Estados Unidos, y yo caí en un hueco tremendo. A pesar de que la medicina me hablaba de la necesidad de vivir la realidad, yo estaba en una nube de sufrimiento terrible. Esto me ayudó a tener un crecimiento de personalidad muy grande, porque tuve que vérmelas con la realidad del sufrimiento, la realidad de perder a quien amas.

A los 17 años me gradué del bachillerato. Seguía asistiendo a las ceremonias pero al mismo tiempo bebía mucho alcohol. Iba los fines de semana a la ceremonia de ayahuasca, que supuestamente eran de sanación, purificación y bendiciones para el mundo y amor para todo el mundo, y el fin de semana siguiente me tomaba 10 litros de alcohol o 20 litros de alcohol. A veces un viernes iba a una toma de ayahuasca y el sábado me iba a “echar una pea”. Estaba viviendo una profunda contradicción entre lo espiritual y la acción que viví con la ayahuasca durante 6 años. Pero en el momento en que probé yopo, la primera vez, ya no pude seguir tomando alcohol.

Antes de tomar Yopo probé otra medicina que se llama bufo (proveniente de un sapo que se llama Bufo Alvarius), que según los wötjüja no es para nosotros. Es importante entender que en la cosmovisión wötjüja se reconoce la existencia de otro tipo de gente, que ellos llaman “invisibles”, y que son los verdaderos dueños de la selva. Son los dueños de todo. Entonces para los wötjüja el bufo es como el yopo para los invisibles, que son gente igualito que nosotros.

El bufo me llevó a otro punto de inflexión. Esa medicina se fuma en una pipa de vidrio… Cuando la fumé entré en un agujero de gusano lleno de colores, y de pronto llegué a un blanco que era de todos los colores, un vacío en el que había cosas, y había una voz, y esa voz a me dijo “mira la realidad, todo lo que quieras imaginar es así: vacío; todo termina y empieza en el vacío; todo es vacío, todo va en el vacío”. Después yo pasé varios meses muy noqueado por lo que había vivido con esa medicina. Por momentos volvía a entrar en el proceso de esa medicina, soñaba cosas fuertes. Todo esto fue antes de graduarme de bachillerato.

Luego me fui a Caracas para alejarme de la locura en que se había vuelto mi familia, porque teníamos años tomando medicina, diciendo cosas referentes a la sanación, etc., pero no mejorábamos. Me fui a estudiar en la Universidad Simón Bolívar, en la sede de la Guaira. Durante este período casi no tomaba medicina, apenas un poco de ayahuasca, que ya no era lo mismo. Para mí la ayahuasca se había convertido en algo rutinario, una ocasión para socializar. Ya no era un trabajo de sanación o purificación. Yo veía que la gente que iba a la medicina buscaba discursos que le dijeran cómo funcionaba la vida, y que la vida es bonita, y cómo hacer trabajo espiritual, etc., y yo me salí de eso… Me salí de los discursos. Empecé a trabajar en la medicina, a ayudar a los chamanes en las ceremonias, a hacer labor, y ahí fue que encontré la voz de la medicina. Es difícil de comprender que la medicina es un espíritu vivo, que te habla, que te enseña y te dice qué hacer y cómo.

Decidí dejar la universidad y regresar a vivir en Puerto la Cruz. Ahí pasé ocho o diez meses con muchas dificultades, incluso pasé hambre. Me fui a vivir solo en un apartamento de mi abuela, cerca de mis padres. Me afané por vivir solo, vivir la película de vivir por mi cuenta. Esos días pasé más de un mes comiendo yuca dulce sin sal porque no tenía dinero ni conseguía trabajo. Entonces mi mamá me invitó a una ceremonia de yopo. Esa noche, durante esa ceremonia, fue una de las primeras veces que yo vi esta realidad, esta que vivo hoy. Los siguientes seis meses después de la ceremonia los dediqué a poner toda mi energía para lograr venir para acá, a Alto Carinagua.

Antes de esto, la mañana después de una ceremonia de ayahuasca, que no fue rumba sino trabajo de sanación serio, yo le dije a mi papá que me quería ir a Caracas. Y entonces me fui, casi sin nada, sin comida. Fui a Bellas Artes a “parchar”, a pasar hambre, a vivir en la calle, con personas que vivían en la calle… gente que me ayudó mucho. Allá conocí a un señor que sólo tenía en el mundo un short y el cuerpo desnudo completamente cubierto de tatuajes. Uno suele pensar que la gente de la calle es mala, que lo que quieren es hacerte daño. Esa gente me vio todo sifrino como yo era, y me abordó para preguntarme qué me pasaba, qué estaba haciendo ahí. Aquel hombre me preguntó si tenía hambre, y me trajo en su mano sucia de calle restos de comida que seguramente había conseguido de la basura. Eso me dio la capacidad de comprender muchas cosas profundas. Pasé cuatro días allí. Al quinto día vi la otra cara de estas personas. Los vi oliendo pega, los vi robando. Un día cuando todos estábamos pasando hambre, llegó un joven con un teléfono robado, que luego vendió para comparar pan para todos. Gracias a él todos comimos. Comí de la desesperación del otro, pero comí.

A los pocos días unos amigos me ayudaron a pagar mi pasaje de vuelta a Puerto La Cruz, donde empecé a trabajar como asistente en las ceremonias con el amigo que practicaba yopo. A la vez, empecé a trabajar vendiendo dinero, en la época de la escasez de dinero. Compraba bolívares en efectivo y ese efectivo lo vendía en dólares. Hoy reconozco que en ese negocio que me aprovechaba mucho de las personas, de sus necesidades. Vender y comprar dinero es el trabajo en el que uno más se aprovecha de las necesidades de los demás. Yo vendía bolívares en efectivo a cambio de dólares. Esa es otra de las razones por la cual vivo aquí, porque yo aquí no me aprovecho de la necesidad de nadie. Al contrario, estoy llenando o satisfaciendo las necesidades de las personas. Y eso alimenta el espíritu. Aquí se ponen las necesidades en común y se satisfacen en común. Aquí el trabajo está “fuera” de la necesidad de las personas. Aquí el dinero no es algo humanamente necesario. Aquí hago cosas humanamente necesarias. Pasé de vender dinero a vender en el mercado del centro la lechosa que yo mismo cultivo en mi conuco. Además, aquí en la comunidad, yo comparto sin dinero el fruto de mi trabajo. Todo es retribuido. Por eso digo que aquí vivo un tipo diferente de trabajo, un tipo diferente de existencia. Así yo siento que vivo aquí.

Como decía, el yopo fue lo que me trajo aquí. Me entregó una madurez para entender lo que yo buscaba para mí mismo. Me hizo pensar en qué quería. Esto es difícil de explicar. Es como algo que está más allá de ti transmitiéndote tu propio mensaje. Es como si hubiera muchas voces diferentes de ti mismo queriendo juntarse para que tú estés mejor. Pero hay muchas cosas que no permiten que esas voces se junten. Porque, por ejemplo, yo aquí ya prácticamente no consumo nada para el sistema. Llevo ya 3 años sin cuenta bancaria, sin rendirle cuentas a nadie. El sistema no quiere que la gente viva así. El sistema no quiere que comprendamos que, en verdad, cada uno vive para todos los demás. Y para vivir diferente tienes que salirte del sistema, salirte, por ejemplo, de la ciudad. Pero lo importante es comprender el porqué.

Durante las últimas ceremonias de yopo que hice en Puerto La Cruz la medicina me venía mostrando que viviría como vivo hoy; ya yo veía al abuelo, lo veía de frente. A abuelo Bolívar yo lo conocí antes de verlo. Una de las razones por las que vine para acá fue porque no vine a conocerlo a él sino a su hijo, y me quedé. Aunque no vine pensando en quedarme a vivir. Vine a buscar un cambio en mi vida. Vine a cambiar de vida. Porque ya no quería vivir igual. Cuando en la ciudad me despertaba todos los días y lo que veía era el techo, sentía una gran necesidad de vivir diferente. Hoy en día me levanto todas las mañanas sin pensar qué voy a hacer; y vaya que hago muchas cosas durante el día, pero sin preocupaciones y sin planes que quieren controlar el futuro.


“Yo no sé el resultado de lo que estoy haciendo”:

Mi convicción de vida, hoy y aquí, es que yo no sé el resultado de lo que estoy haciendo. En el sistema de vida de los criollos hay inconformidad e infelicidad. No logramos como sociedad completar o concretar una vida social plena, más allá de la plenitud que algunas personas han podido encontrar. Aquí, donde vivo, yo no sé cómo termina lo que estoy haciendo. No sé cuál es el resultado de lo que estoy haciendo. Por eso sé que tengo que vivirlo. Eso significa cosas como acompañar a mi suegro. Él es uno de los últimos chamanes tradicionales del planeta tierra que sigue plenamente su cultura. Sigue viviendo en la selva, comiendo su comida. Esto me parece importante porque con la Covid-19, en el 2021, murieron cientos de abuelos y abuelas tradicionales en el planeta, y se perdieron sus memorias, porque estaban solos, porque no había quien quisiera aprender de ellos. Una convicción de vida, para mí, es acompañar a Rufino. Que no esté solo cuando se siente en su silla, cuando esté contando una historia. Con él y con su familia aprendo a vivir diferente, y por eso hago ahora cosas diferentes. Y esa diferencia significa no saber cuál es el resultado de lo que estoy haciendo.

Ya no hago cálculos para el futuro. Eso significa aprender de la naturaleza, aprender, por ejemplo, que lo que nos da la naturaleza es lo mejor. Antes yo no pensaba así. Creía que mientras más procesado y más industrial fuera un alimento mejor era. Pero aquí la actitud de uno cambia. La tierra en su modo más natural es la manera de vivir mejor. Me he dado cuenta de esto por no tener dinero para consumir sal, por ejemplo, o para comprar un dentífrico o un champú. Eso hace que la actitud de uno cambie. Entendí que nada de esas cosas son necesidades reales. Es muy difícil entender el hecho de que en la ciudad todo es manipulado químicamente, todo está hecho para un uso y un consumo de la gente de la ciudad. Aquí las cosas son diferentes. Aquí el mundo te quiere consumir a ti, lo cual implica ser parte de un organismo, que no es lo mismo que un sistema. Porque los sistemas y su tecnología son perfeccionistas. En cambio los organismos no son perfectos.

Todo el mundo puede hacer esto que yo estoy haciendo. Pero es cuestión de decidirlo y asumirlo. Y eso requiere constancia. Porque no se van las voces de la cabeza que te dicen: “¿por qué no te vas, qué haces aquí?, vamos a regresarte para donde estás cómodo, aquí estás sufriendo, ¿qué estás haciendo? Vuelve a tu comodidad, a tu dinero, a tu carrera universitaria”. Pero ¿voy a hacer lo mismo que hacía cuando quería cambiar sólo porque es difícil, nada más por no entender por qué me suceden las cosas? Porque si uno es consciente, uno se molesta y a los cinco minutos se te pasa la rabia. Yo me he dado cuenta, desde que estoy aquí, que hay que aguantar. No desde la autoflagelación sino desde la consciencia y el autoconocimiento. La consciencia de que estás aguantando porque, en verdad, sabes que lo que estás haciendo tiene sentido. Eso lo aprendí viviendo aquí.

En la ciudad estaría haciendo lo mismo que estaba haciendo antes, y lo que hicieron mis padres y mis abuelos y abuelas antes que yo. Aquí estoy viviendo diferente. Aquí yo tomo decisiones reales. Vivo con consciencia el libre albedrío. En el sistema no haces lo que realmente crees que haces; no tomas decisiones reales, tuyas, sino que son para la reproducción del sistema mismo, y además te hacen creer que las decisiones que tomas son tuyas. Pero eso es una ilusión. Aquí yo aprendí lo que es tomar una verdadera decisión. No estoy atado a un destino determinado, a una vida pre diseñada por un sistema que nos vuelve a todos engranajes de una misma máquina. Es lo que te decía antes, que aquí yo no sé cuál es el resultado de lo que estoy haciendo, no puedo calcular el futuro. Soy libre. Y me gustaría que la gente de la ciudad sepa que hay una manera de vivir distinta a como nos han enseñado quienes nos criaron, quienes a su vez fueron enseñados a vivir como viven. Y esto es un asunto de consciencia.

Cuando yo tenía 17 años decía que quería vivir solo en la selva (estaba cansado del sistema, de la universidad, de lo que veía que seguía sucediendo siempre de la misma manera). Hoy me doy cuenta que yo eso no lo decía “en consciencia”. Hoy identifico ese deseo de vivir en la selva como una idea, como una visión, como algo para ser creado, pero no como una consciencia. Cuando yo llego a vivir la idea, cuando llego a vivir lo que decía que quería vivir, es que empiezo a adquirir consciencia. Es como cuando tienes un hijo: durante los nueve meses de embarazo, mi hija era para mí una visión, porque no había tocado la palma de su mano ni la suavidad de su planta del pie, ni la había escuchado llorar. Entonces yo tenía una idea de cuánto yo amaba a mi hija, de cuánto yo quería jugar con ella, cargarla, criarla bien, cambiar mi forma de vivir… Todo eso era una idea, una visión. En el momento en que escuché a mi hija llorar aquello se volvió una consciencia.

Nosotros vivimos confundiendo idea o visiones con conciencia. La conciencia es real. Las visiones son engaños. Nosotros vivimos creyendo que somos conscientes, antes de vivir la conciencia, y por eso aquella supuesta consciencia es en verdad un engaño. Dentro del sistema no se nos permite tener conciencia verdadera, sólo falsa conciencia. Hasta que no vives fuera del sistema no logras adquirir consciencia. Y no es que vas a vivir toda la vida metido en una cueva para vivir fuera del sistema. Yo he visto personas que han venido para acá que han tocado la consciencia y la consciencia les ha pegado en la cara y se han regresado corriendo al sistema. Porque es más fácil vivir del idealismo, es más fácil vivir de la visión a vivir de la realidad.

El sistema nos metió en la ilusión de la felicidad. Pero a mí me parece que uno no vino al mundo a ser feliz, sino que uno vino a vivir la realidad; la realidad es la consciencia y la consciencia es dura, difícil, complicada, porque no la entendemos. En el sistema todo se entiende, todo está fácil, todo comienza y termina de una manera. Viviendo en la consciencia las cosas son diferentes. Esto es parte de lo que estoy estudiando actualmente.

Para entrar en la conciencia hace falta un acto de fe, para poder vivir la realidad. El acto de fe es aceptar vivir el presente sin controlar lo que va a ocurrir después. Hay que aprender a aceptar eso.

Si las cosas no te gustan no es responsabilidad de las cosas o de las situaciones, eres tú quien no comprende las cosas o las situaciones, eres tú quien está fuera de la consciencia y estás en la ideología; estás preso en tu línea de pensamiento y no en la comprensión de las cosas.

¿Por qué uno pelea con su pareja? Porque uno está pensando a la manera en que siempre lo hace y no como piensa tu pareja. Están idealizando. Cuando logramos comprendernos unos a los otros estamos entrando en la consciencia.

Ahora, para comprender la consciencia no idealista, la verdadera consciencia, yo creo que hay que acudir a los rituales, que son una vía directa a la consciencia. Si no, hay que pasar muchos años meditando.


Hay que aprender a dudar de la duda

Hasta aquí el testimonio de Eleazar. Un año después de esta conversación volvimos a encontrarnos. Su casa había crecido. Construyó un caney y un gallinero. Sigue produciendo mañoco, casabe y tabaco, y sigue cosechando del conuco que cuida con Yolimar. También sigue asistiendo a las ceremonias en la churuata.

“A propósito de nuestra conversación, ahora me parece que hay que dudar de la duda”, me dijo. De inmediato pensé en la duda cartesiana. Pero no dije nada, para no arruinar la sabiduría de Eleazar con referentes occidentales. De todas maneras tenía en cuenta que, como enseña Enrique Dussel, Descartes aprendió la duda de los jesuitas con los que se formó, quienes, a su vez, estuvieron durante los siglos XVI y XVII aprendiendo de los originarios americanos sobre las artes de la vida y del buen gobierno.

Pero el significado de aquella afirmación era muy distinto del cartesiano. Eleazar se refería a las dudas que la modernidad ha cultivado en uno, dentro de uno, y que operan y conforman nuestros tejidos adiposos, nuestras hormonas y las paredes del intestino, nuestra retina y nuestro paladar, nuestros sentires y nuestra racionalidad, nuestros sueños y nuestra vigilia. Esa duda que aparece cuando uno intenta salir de la modernidad. Ese robot vigilante que llevamos en la piel y que se activa cuando se nos ocurre desafiar, existencialmente, el sentido común civilizatorio colonial.

De esa duda hay que dudar, hay que aprender a dudar. Porque la duda que nos impone la modernidad es falsa. Hay que aprender a ver la falsedad de esa duda, que es la manifestación de nuestra creencia en la ciudad, en la racionalidad moderna, en la “cultura” moderna, capitalista, colonial, patriarcal. Dudamos de nuestra intención de trascender la modernidad porque nos enseñaron a creer en la modernidad. Entonces de lo que se trata es de aprender a dejar de creer en la modernidad. Aprender a dudar de la modernidad y de su totalidad civilizatoria. Dudar de la duda que quiere atarnos a la fe en los dioses seculares y religiosos de la modernidad.

Este “dudar de la duda” es entonces una reafirmación de la creencia en la existencia asumida con intención trans-moderna. En el caso de Eleazar, es una reafirmación de su decisión de vivir como vive. Una reafirmación de su convicción en no vivir como sus padres y sus abuelos, sino como hoy se vive en Alto Carinagua, en la comunidad wötjüja del abuelo Rufino y la abuela Carmen, con su esposa Yolimar y su hija Jatupai. A su favor cuenta con una cultura de más de 10.000 años que le abre las puertas de sus rituales y sus visiones.