Este texto lo leímos en las 2das Jornadas de Historia Insurgente y Descolonización, en noviembre de 2022:
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No puedo entender el giro descolonial sin un consecuente giro existencial. La descolonización tiene que suceder en la cotidianidad. No puede ser una postura intelectual sino una forma de vivir. Con las disciplinas coloniales solemos construir relatos sobre cosas o hechos que no hemos experimentado, y desde marcos categoriales y existenciales que no hemos vivido. Esto es lo que nos sucede a la izquierda con conciencia moderna: producimos contenidos revolucionarios que no hacen la revolución, y que no tienen consecuencias concretas en nuestras vidas. No nos cuestionamos sobre el lugar que ocupan nuestras técnicas de producción de contenidos en el contexto de las relaciones sociales de producción (Benjamin). Y así, con contenidos intelectuales supuestamente bien críticos y revolucionarios, terminamos reafirmando los lugares de enunciación del enemigo, que a fin de cuentas llevamos en el corazón. Es la doble conciencia del colonizado que a la vez combate y pacta con el espíritu del colonizador (Dubois). En el fondo, y en general, nos cuesta creer en nosotros mismos. La racialización ha insertado en nosotres la falsa certeza de que, sin los dioses del capital, no podemos vivir en libertad.
La descolonización de la memoria, el ejercicio de una historia descolonial y anticolonial no puede servir (sólo) para hacer tesis, artículos, ponencias en congresos, etc. Ese no puede ser su foco. Debería, en cambio, afectar existencialmente la vida de quienes investigamos y de aquellos con quienes investigamos. Si salimos ilesos después de producir conocimiento supuestamente descolonial, entonces lo que hicimos fue reafirmar el colonialismo. Ser expertos en historia descolonial, o en cualquier otra disciplina, y que esa experticia no suceda en acciones concretas que transformen nuestras vidas, solo tiene sentido al interior de las estructuras académicas e ideológicas coloniales. De ahí que nuestro desafío sea hacer coincidir lo que producimos como contenidos revolucionarios y lo que producimos y consumimos en la vida cotidiana. Si nuestra producción crítica intelectual no incide en la transformación de nuestras realidades más íntimas, seguimos siendo fieles productores de ideologías dominantes, así las pintemos de rojo descolonial.
El problema lleva décadas planteado. En el fondo es el viejo debate sobre la coherencia revolucionaria, que durante el siglo XX se asumió secularmente, es decir, dejando de lado su componente místico, religioso o espiritual. Este debate se inserta en el debate mayor sobre el hombre y la mujer nuevas, que, salvo excepciones provenientes de las afroepistemologías y de los saberes originarios, el siglo XX abordó desde un economicismo supuestamente materialista. La izquierda secularizada le dejó la espiritualidad a las iglesias cristianas, al campo del arte, a la industria cultural y a la nueva era. Hoy sabemos que no es posible asumir esos debates sin cuestionar el asunto de la creencia y su relación con los deseos y las expectativas de vida. Eso es lo que entendemos como mística: la dialéctica entre las creencias y las acciones intersubjetivas. Pensamos que, en este caso, el ejercicio de relatar las memorias y de construir la temporalidad, el ejercicio de historizar con sentido de realidad, no puede dejar de lado los contenidos místicos de la existencia. Una historia insurgente necesita ser mística.
La memoria y la historia insurgentes deben ser entendidas como una crítica espiritual, o como crítica a lo que llamamos espiritualidad. En palabras de Franz Hinkelammert, retomando al Marx desconocido, se trata de asumir la crítica a la religión como crítica de la ideología. En este caso sería asumir la crítica de la historia desde los problemas que atañen a las espiritualidades contenidas en los relatos históricos, así como la crítica a los propios contenidos espirituales intersubjetivos de quienes produjeron esos relatos.
Comprender el capitalismo y la modernidad como religión nos lleva a comprender sus mitos de origen y sus ritos. La historia sería uno de estos mitos. La historia insurgente debería tener esto en cuenta, para saber, no de qué lado de la historia se está, sino desde cuál cielo o techo mítico se habla y se construye la memoria y la noción pragmática de tiempo. Y más aún: ¿con quiénes y en dónde se construye la memoria y la temporalidad, y para qué? ¿Se puede hacer historia insurgente con conciencia moderna? ¿Se puede hacer historia insurgente sin que eso afecte radicalmente la vida de quien o quienes historizan? ¿Desde cuál utopía se pretende vivir esa memoria, qué tipo de imposibilidad se está dispuesto a intentar para que esa memoria exista y se haga cuerpo? Este sería el desafío fuerte.
Comprender la historia como uno de los mitos de origen de la modernidad nos permite profundizar en el conocimiento del espíritu de la modernidad, en sus concreciones pragmáticas y políticas. A su vez, comprender la modernidad como espíritu nos debería conducir a producir también políticas espirituales, o a asumir el carácter espiritual de las políticas que producimos. Es necesario introducir la crítica a la religión en la política, en las ciencias, en la economía, en las relaciones interpersonales, etc, para ver claramente sus dioses, y poder comprenderlos como falsos dioses. Esto es lo que plantean Marx, Benjamin y Hinkelammert. Tenemos que aprender a desarrollar la habilidad de ubicarnos en la espiritualidad que necesitan nuestros proyectos de liberación. A la vez, hay que aprender a identificar y a intervenir en la espiritualidad del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. Para eso puede servir la historia insurgente.
A fin de cuentas, las luchas por la vida, como la posibilidad misma de reproducirla más allá de la modernidad, es una lucha mística que requiere un constante ejercicio teológico. Entonces también hay una lucha en el plano de la teología. La crítica de la ideología exige verlo todo con ojos teológicos, de lo contrario seguiremos perdidos en la secularidad moderna. Allí, supuestamente sin dioses, pareciera que la política, la ciencia y la historia se pueden asumir en un plano materialista idealizado, fetichizado, despojado de todo interés espiritual; el plano que todo lo remite al cálculo de la ganancia como supuesta realidad empírica y universal. Lo cual permite, por otro lado, que las espiritualidades, también despojadas de su concreción material directa, queden secuestradas por religiones fetichistas de toda clase, sin principio de realidad, atrapadas también en los juegos del mercado.
Desde esta crítica de la religión como crítica de la ideología podemos desmontar la hegemonía de la historiografía dominante, y comprenderla como uno de los ritos de la modernidad. El ejercicio de la historia como tránsito hacia la emancipación de la razón mítica, como linealidad y progreso y como superación del mito, la invisibilización de su carácter profundamente ideológico, subjetivo y político, el encubrimiento del carácter teológico de la historiografía a través de toda clase de prejuicios disciplinantes, hacen parte de los ritos seculares de la modernidad.
Siempre es interesante verle la cara a esos prejuicios rituales. Voy a nombrar algunos otros: la supuesta objetividad del historiador, el tabú del anacronismo, el fetiche de los Anales, las periodizaciones, el cientificismo, la linealidad del tiempo, el fetiche de las cronologías formalizadas en los modelos positivistas y documentales, la construcción de los relatos identitarios de los Estados Nacionales, como el mestizaje, y más recientemente, los prejuicios del inclusivismo multicultural, el antirracismo de las multilaterales, o la descolonización eurocentrada de la memoria llevada a cabo por los archivos y los museos coloniales del norte global.
Verle la cara a estos prejuicios es importante porque son los que han justificado y permitido, a escala planetaria, la invasión militar e ideológica de África, la preterización de los pueblos originarios de Abya Yala, la racialización de los pueblos del mundo, la justificación del supremacismo blanco y del etnocentrismo universalista nor-europeo; y más recientemente la continuación de la dominación a través de posturas poscoloniales, posmodernas e incluso descoloniales[1].
Desde una perspectiva teológica crítica, todos los prejuicios de la historiografía dominante son reafirmaciones rituales de los mitos de origen de la modernidad, como el mito de la raza y del progreso, el de la ganancia justa, el de la justicia moral del Estado-nacional, el de la verdad de la ciencia y la belleza del arte. La imagen del hombre (y ahora la mujer) conocedor/a de lenguas clásicas y de herramientas de paleografía y filología; el sujeto portador del dato, que pretende objetivizar todo o que estudia; el conocedor del documento (que posee el archivo a su alcance porque participa directamente del expolio y del epistemicidio colonial), y que tiene el privilegio de escribir, de nombrar las supuestas verdaderas memorias de todas las culturas de todos los tiempos y todos los espacios; esa imagen es la de uno de los gurú de la modernidad, junto al artista y el científico. Los tres son sacerdotes de la modernidad. Producen una mística invertida del mundo, una mística de muerte que es la teología del capitalismo y la modernidad como religión.
Al interior del oficio de la historia como disciplina se han levantado voces críticas. Los giros culturales, lingüísticos, intimistas y sociales que han ocurrido a lo interno de la disciplina han intentado frenar el poder desmedido del positivismo cronicón. Sin embargo, estos giros no siempre cuestionan las matrices coloniales de la historiografía, y a lo sumo son giros posmodernos, críticas de la racionalidad de la modernidad pero sin esperar trascender hacia una racionalidad de vida no antropocéntrica o mística comunitaria. Ni siquiera las críticas al estilo de Michael Foucault o de Wayden White salen de los marcos existenciales de la modernidad. Recientemente intelectuales como François Dosse, con su “giro reflexivo de la historiografía”, plantean un cuestionamiento a la historiografía occidental y a sus consecuencias en la producción del racismo, el sistema sexo género y el empobrecimiento a escala global. Estos historiadores hacen más bien una crítica formal, muy a la onda de las políticas inclusivistas de la Unesco (anti racistas y de género fundamentalmente), y en ese campo proponen trascender el siglo XIX pero desde los mismos marcos categoriales coloniales de la modernidad, y desde los lentes del norte global.[3]
El futuro está en el pasado: tiempo mítico, tiempo mesiánico
Nosotros aquí hablamos de historia insurgente. Yo prefiero verla como memoria o razón-creencia mítica insurgente, o simplemente como memoria mística insurgente y de liberación, porque hay que entenderla a la luz de los misticismos que nos dan vida, que nos dan energía y fuerza para intentar vivir una vida diferente a la del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. La fuerza para no morir ante la mano visible e invisible de los colonialistas; para sobrevivir a las políticas del termidor (el traidor) del chavismo; la energía para seguir inventando cimarronajes que nos permitan existir el pachacutec, o el sueño Wotuja de Purite, o el fin del mundo tal como lo conocemos, la crisis asesina-suicida del proyecto civilizatorio de la modernidad, el asesinato-suicidio colectivo en el que estamos sumergidos casi sin opciones, producto de la civilización de los hidrocarburos y su modelo de subjetividad.
¿De dónde vamos a sacar la energía y la fuerza para vivir todo eso? ¿Del dato bibliográfico documental? ¿Del archivo colonial? Si casi todas nuestras memorias fueron borradas por el epistemicidio colonial, ¿qué vamos a encontrar en el archivo sino vestigios y sobre todo ausencias? Nunca encontraremos el dato completo o medio-completo que la historia hegemónica exige, y que sólo ella dice poseer y controlar. Tampoco lo necesitamos. Aquellos vestigios son importantes, sin duda, pero nuestra fuente de energía no está en el archivo. El archivo es útil en la medida en que tengamos claro el mito de origen al que rendimos culto, o al que queremos rendir culto existencialmente. Si vamos a buscar en el archivo nuestra historia insurgente, pero lo hacemos con espíritu moderno, vamos a seguir produciendo contenidos sin cuerpo, sin existencia. Tesis doctorales sin consecuencias concretas en nuestras vidas. Contenidos que no se pueden convertir en existencia, y que sólo forman parte, marginalmente, de la economía de la academia colonial.
Si el capitalismo coopta, coloniza y fetichiza la creencia y el deseo, y nos impone el deseo de modernidad y la creencia en el Estado-nación y en el mercado, la liberación no puede fundarse en los aparatos míticos del propio sistema de dominación. Por eso necesitamos desaprender los ritos de muerte que tenemos incorporados como hábitos de vida. Lo cual implica una muerte ontológica con esperanza de renacimiento místico. ¿Y de dónde vamos a sacar la fuerza para hacer y sostener eso sino es desde el diálogo con las ancestralidades, desde una mística mesiánica como la que describe Walter Benjamin, desde una mítica insurgente como la que estamos intentando tematizar aquí?
¿Y qué sería eso sino el encuentro entre vivos, muertos y no nacidos aún para poner en común las energías vitales con intención de liberación?
Esa mística y ese diálogo ancestral son para continuar los intentos de liberación frustrados, para asumirlos, continuarlos e intentar, una vez más, completarlos. Es un diálogo con quienes quisieron liberarse y no pudieron o no les permitieron, con quienes vivieron la realidad del cumbe en su plenitud, pero también con el ancestro muerto en el cumbe invadido por la fuerza colonial, la ancestralidad arrecha, adolorida hasta los tuétanos por ser despojada y secuestrada de su tierra y de su gente; la ancestralidad que vio morir a sus hijos asesinados por el latifundio, la ancestralidad rebelde que tomó las armas y fue aplastada, la ancestralidad mesiánica sin nombre, el pariente en la utopía del horror a la oligarquía, el pariente conuquero o el cimarrón solitario que cogió pal monte, y el que quiso hacerlo pero no se atrevió, o no le fue permitido. El o la pariente que insistieron en la vía conuquera, y se aliaron a los espíritus del bosque. También el pariente que pactó, el que negó sus orígenes, y se olvidó de África y del árbol de Marawaca y abrazó los mitos criollos, y se racializó como mestizo y luego asumió los mitos gringos y los euro-helenocéntricos.
Todas esas fuerzas energéticas tienen que ser convocadas por la historia insurgente para que se vuelvan nuestros mitos, y para que los diálogos con ellas sean nuestros rituales. Entonces la historia insurgente tiene que ser entendida no como una disciplina sino como un ejercicio místico. Ni siquiera como un oficio transdiciplinario. Estamos hablando de algo mucho más poderoso que cualquier categoría occidental, incluyendo la propia categoría de historia, que simplemente seguimos usando porque nos da la gana, como diría Luis Pellicer. Se trata de asumir-inventar el continuo del espíritu mesiánico de liberación. Esto implica convocar la conversación mística para actuar, cotidianamente, en la espiral del mito vivo de nuestras ancestralidades nunca muertas, pero que hay que resucitar para que el ángel de la historia suceda.
Algunas herramientas de las historiografías críticas, como las microhistorias o la historiografía reflexiva o la historia de vida o la historia oral, o cualquier otra tecnificación crítica, pueden tener sentido mesiánico si se asumen con intersubjetividad mística liberadora. Una opción es la reconstrucción de memorias orales intersubjetivas como núcleos rituales, ya no de ritos sociales sino comunitarios, no sólo de humanos sino que incluye otras comunidades de vida. El dato aquí no es lo más importante; la verdad del dato documental no se considera descontextualizadamente, no importa el “en sí” de la verdad del dato sino su capacidad de despertar la conversación mística con las ancestralidades de liberación. Aunque no es la única vía.
En lo personal (que es político) la historia insurgente me parece útil para criticar y asumir el problema de la racialización de la existencia. Mi problema es el de la identidad mestiza como identidad racializada. Las micromemorias, la autobiografía, la microhistoria, la historia de vida pueden servir para contactar con la ancestralidad mesiánca que sobrevive al proyecto del mestizaje, y que nos empuja, transgeneracionalmente, hacia un más allá del mestizaje, y por ello de la propia modernidad y el capitalismo. Si y sólo si, ese contacto con la ancestralidad sucede desde marcos categoriales, cielos o techos míticos no modernos, o al menos con intención de transmodernidad. Para eso, insisto, los rituales y la espiritualidad afrodiaspórica y afrodescendiente, así como la indígena viva hoy, son imprescindibles. Pero ya aquí nos movilizamos hacia afuera de la historiografía, que se queda cortísima. Desde ese afuera retomamos las preguntas existenciales en conversación con las y los ancestrales: ¿por qué hay miseria en lugar de abundancia y plenitud?, ¿qué nos racializa, por qué continuamos siendo racializadas y racializados?, ¿cómo es posible que el sistema sexo género hétero-patriarcal persista en nuestras intimidades incluso cuando nos planteamos vivir con intención feminista y revolucionaria?, ¿por qué muchos de quienes asumieron posiciones radicales hoy están plegados al sistema?, ¿qué le dio su fuerza a Miguel de Buría y a la Reina Giomar, o a la abuela que sobrevivió el encierro patriarcal de 40 años de matrimonio humillante? ¿Qué energía hizo posible que la abuela Librada no se fuera del campo, y qué energía hizo que la abuela Sandoval abandonara barlovento con intención de blanquear a la familia y de ascender socialmente? ¿Qué energías de liberación y de opresión nos subjetivan?
¿Cómo sostenemos la opción de la liberación si no es desde el mesianismo de las memorias de la insurgencia que podemos hacer vivir en nuestros cuerpos, en una temporalidad llena de gente no sólo humana, y de muchos tiempos sin Kronos y sin “time is money”?
Convocamos ahora al espíritu mesiánico de la liberación
ardita de Monte Carmelo, Kuchi-Kuchi que
desciende del conuco de Iamancave
espíritu de San Juan Congo y Guaricongo
de María de la Onza
que lo imposible nos guíe hacia lo posible
así en la tierra como en el cielo de Pablo de Tarso
líbranos del fetichismo de la mercancía
y como dice el rezo cubano:
lo imposible actuando sobre lo posible engendra la posibilidad infinita
unión del quetzal y el cóndor
ángel de la historia
haz que suceda.
La descolonización de la memoria, el ejercicio de una historia descolonial y anticolonial no puede servir (sólo) para hacer tesis, artículos, ponencias en congresos, etc. Ese no puede ser su foco. Debería, en cambio, afectar existencialmente la vida de quienes investigamos y de aquellos con quienes investigamos. Si salimos ilesos después de producir conocimiento supuestamente descolonial, entonces lo que hicimos fue reafirmar el colonialismo. Ser expertos en historia descolonial, o en cualquier otra disciplina, y que esa experticia no suceda en acciones concretas que transformen nuestras vidas, solo tiene sentido al interior de las estructuras académicas e ideológicas coloniales. De ahí que nuestro desafío sea hacer coincidir lo que producimos como contenidos revolucionarios y lo que producimos y consumimos en la vida cotidiana. Si nuestra producción crítica intelectual no incide en la transformación de nuestras realidades más íntimas, seguimos siendo fieles productores de ideologías dominantes, así las pintemos de rojo descolonial.
El problema lleva décadas planteado. En el fondo es el viejo debate sobre la coherencia revolucionaria, que durante el siglo XX se asumió secularmente, es decir, dejando de lado su componente místico, religioso o espiritual. Este debate se inserta en el debate mayor sobre el hombre y la mujer nuevas, que, salvo excepciones provenientes de las afroepistemologías y de los saberes originarios, el siglo XX abordó desde un economicismo supuestamente materialista. La izquierda secularizada le dejó la espiritualidad a las iglesias cristianas, al campo del arte, a la industria cultural y a la nueva era. Hoy sabemos que no es posible asumir esos debates sin cuestionar el asunto de la creencia y su relación con los deseos y las expectativas de vida. Eso es lo que entendemos como mística: la dialéctica entre las creencias y las acciones intersubjetivas. Pensamos que, en este caso, el ejercicio de relatar las memorias y de construir la temporalidad, el ejercicio de historizar con sentido de realidad, no puede dejar de lado los contenidos místicos de la existencia. Una historia insurgente necesita ser mística.
La memoria y la historia insurgentes deben ser entendidas como una crítica espiritual, o como crítica a lo que llamamos espiritualidad. En palabras de Franz Hinkelammert, retomando al Marx desconocido, se trata de asumir la crítica a la religión como crítica de la ideología. En este caso sería asumir la crítica de la historia desde los problemas que atañen a las espiritualidades contenidas en los relatos históricos, así como la crítica a los propios contenidos espirituales intersubjetivos de quienes produjeron esos relatos.
Comprender el capitalismo y la modernidad como religión nos lleva a comprender sus mitos de origen y sus ritos. La historia sería uno de estos mitos. La historia insurgente debería tener esto en cuenta, para saber, no de qué lado de la historia se está, sino desde cuál cielo o techo mítico se habla y se construye la memoria y la noción pragmática de tiempo. Y más aún: ¿con quiénes y en dónde se construye la memoria y la temporalidad, y para qué? ¿Se puede hacer historia insurgente con conciencia moderna? ¿Se puede hacer historia insurgente sin que eso afecte radicalmente la vida de quien o quienes historizan? ¿Desde cuál utopía se pretende vivir esa memoria, qué tipo de imposibilidad se está dispuesto a intentar para que esa memoria exista y se haga cuerpo? Este sería el desafío fuerte.
Comprender la historia como uno de los mitos de origen de la modernidad nos permite profundizar en el conocimiento del espíritu de la modernidad, en sus concreciones pragmáticas y políticas. A su vez, comprender la modernidad como espíritu nos debería conducir a producir también políticas espirituales, o a asumir el carácter espiritual de las políticas que producimos. Es necesario introducir la crítica a la religión en la política, en las ciencias, en la economía, en las relaciones interpersonales, etc, para ver claramente sus dioses, y poder comprenderlos como falsos dioses. Esto es lo que plantean Marx, Benjamin y Hinkelammert. Tenemos que aprender a desarrollar la habilidad de ubicarnos en la espiritualidad que necesitan nuestros proyectos de liberación. A la vez, hay que aprender a identificar y a intervenir en la espiritualidad del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. Para eso puede servir la historia insurgente.
A fin de cuentas, las luchas por la vida, como la posibilidad misma de reproducirla más allá de la modernidad, es una lucha mística que requiere un constante ejercicio teológico. Entonces también hay una lucha en el plano de la teología. La crítica de la ideología exige verlo todo con ojos teológicos, de lo contrario seguiremos perdidos en la secularidad moderna. Allí, supuestamente sin dioses, pareciera que la política, la ciencia y la historia se pueden asumir en un plano materialista idealizado, fetichizado, despojado de todo interés espiritual; el plano que todo lo remite al cálculo de la ganancia como supuesta realidad empírica y universal. Lo cual permite, por otro lado, que las espiritualidades, también despojadas de su concreción material directa, queden secuestradas por religiones fetichistas de toda clase, sin principio de realidad, atrapadas también en los juegos del mercado.
Desde esta crítica de la religión como crítica de la ideología podemos desmontar la hegemonía de la historiografía dominante, y comprenderla como uno de los ritos de la modernidad. El ejercicio de la historia como tránsito hacia la emancipación de la razón mítica, como linealidad y progreso y como superación del mito, la invisibilización de su carácter profundamente ideológico, subjetivo y político, el encubrimiento del carácter teológico de la historiografía a través de toda clase de prejuicios disciplinantes, hacen parte de los ritos seculares de la modernidad.
Siempre es interesante verle la cara a esos prejuicios rituales. Voy a nombrar algunos otros: la supuesta objetividad del historiador, el tabú del anacronismo, el fetiche de los Anales, las periodizaciones, el cientificismo, la linealidad del tiempo, el fetiche de las cronologías formalizadas en los modelos positivistas y documentales, la construcción de los relatos identitarios de los Estados Nacionales, como el mestizaje, y más recientemente, los prejuicios del inclusivismo multicultural, el antirracismo de las multilaterales, o la descolonización eurocentrada de la memoria llevada a cabo por los archivos y los museos coloniales del norte global.
Verle la cara a estos prejuicios es importante porque son los que han justificado y permitido, a escala planetaria, la invasión militar e ideológica de África, la preterización de los pueblos originarios de Abya Yala, la racialización de los pueblos del mundo, la justificación del supremacismo blanco y del etnocentrismo universalista nor-europeo; y más recientemente la continuación de la dominación a través de posturas poscoloniales, posmodernas e incluso descoloniales[1].
Desde una perspectiva teológica crítica, todos los prejuicios de la historiografía dominante son reafirmaciones rituales de los mitos de origen de la modernidad, como el mito de la raza y del progreso, el de la ganancia justa, el de la justicia moral del Estado-nacional, el de la verdad de la ciencia y la belleza del arte. La imagen del hombre (y ahora la mujer) conocedor/a de lenguas clásicas y de herramientas de paleografía y filología; el sujeto portador del dato, que pretende objetivizar todo o que estudia; el conocedor del documento (que posee el archivo a su alcance porque participa directamente del expolio y del epistemicidio colonial), y que tiene el privilegio de escribir, de nombrar las supuestas verdaderas memorias de todas las culturas de todos los tiempos y todos los espacios; esa imagen es la de uno de los gurú de la modernidad, junto al artista y el científico. Los tres son sacerdotes de la modernidad. Producen una mística invertida del mundo, una mística de muerte que es la teología del capitalismo y la modernidad como religión.
Al interior del oficio de la historia como disciplina se han levantado voces críticas. Los giros culturales, lingüísticos, intimistas y sociales que han ocurrido a lo interno de la disciplina han intentado frenar el poder desmedido del positivismo cronicón. Sin embargo, estos giros no siempre cuestionan las matrices coloniales de la historiografía, y a lo sumo son giros posmodernos, críticas de la racionalidad de la modernidad pero sin esperar trascender hacia una racionalidad de vida no antropocéntrica o mística comunitaria. Ni siquiera las críticas al estilo de Michael Foucault o de Wayden White salen de los marcos existenciales de la modernidad. Recientemente intelectuales como François Dosse, con su “giro reflexivo de la historiografía”, plantean un cuestionamiento a la historiografía occidental y a sus consecuencias en la producción del racismo, el sistema sexo género y el empobrecimiento a escala global. Estos historiadores hacen más bien una crítica formal, muy a la onda de las políticas inclusivistas de la Unesco (anti racistas y de género fundamentalmente), y en ese campo proponen trascender el siglo XIX pero desde los mismos marcos categoriales coloniales de la modernidad, y desde los lentes del norte global.[3]
El futuro está en el pasado: tiempo mítico, tiempo mesiánico
Nosotros aquí hablamos de historia insurgente. Yo prefiero verla como memoria o razón-creencia mítica insurgente, o simplemente como memoria mística insurgente y de liberación, porque hay que entenderla a la luz de los misticismos que nos dan vida, que nos dan energía y fuerza para intentar vivir una vida diferente a la del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad. La fuerza para no morir ante la mano visible e invisible de los colonialistas; para sobrevivir a las políticas del termidor (el traidor) del chavismo; la energía para seguir inventando cimarronajes que nos permitan existir el pachacutec, o el sueño Wotuja de Purite, o el fin del mundo tal como lo conocemos, la crisis asesina-suicida del proyecto civilizatorio de la modernidad, el asesinato-suicidio colectivo en el que estamos sumergidos casi sin opciones, producto de la civilización de los hidrocarburos y su modelo de subjetividad.
¿De dónde vamos a sacar la energía y la fuerza para vivir todo eso? ¿Del dato bibliográfico documental? ¿Del archivo colonial? Si casi todas nuestras memorias fueron borradas por el epistemicidio colonial, ¿qué vamos a encontrar en el archivo sino vestigios y sobre todo ausencias? Nunca encontraremos el dato completo o medio-completo que la historia hegemónica exige, y que sólo ella dice poseer y controlar. Tampoco lo necesitamos. Aquellos vestigios son importantes, sin duda, pero nuestra fuente de energía no está en el archivo. El archivo es útil en la medida en que tengamos claro el mito de origen al que rendimos culto, o al que queremos rendir culto existencialmente. Si vamos a buscar en el archivo nuestra historia insurgente, pero lo hacemos con espíritu moderno, vamos a seguir produciendo contenidos sin cuerpo, sin existencia. Tesis doctorales sin consecuencias concretas en nuestras vidas. Contenidos que no se pueden convertir en existencia, y que sólo forman parte, marginalmente, de la economía de la academia colonial.
Si el capitalismo coopta, coloniza y fetichiza la creencia y el deseo, y nos impone el deseo de modernidad y la creencia en el Estado-nación y en el mercado, la liberación no puede fundarse en los aparatos míticos del propio sistema de dominación. Por eso necesitamos desaprender los ritos de muerte que tenemos incorporados como hábitos de vida. Lo cual implica una muerte ontológica con esperanza de renacimiento místico. ¿Y de dónde vamos a sacar la fuerza para hacer y sostener eso sino es desde el diálogo con las ancestralidades, desde una mística mesiánica como la que describe Walter Benjamin, desde una mítica insurgente como la que estamos intentando tematizar aquí?
¿Y qué sería eso sino el encuentro entre vivos, muertos y no nacidos aún para poner en común las energías vitales con intención de liberación?
Esa mística y ese diálogo ancestral son para continuar los intentos de liberación frustrados, para asumirlos, continuarlos e intentar, una vez más, completarlos. Es un diálogo con quienes quisieron liberarse y no pudieron o no les permitieron, con quienes vivieron la realidad del cumbe en su plenitud, pero también con el ancestro muerto en el cumbe invadido por la fuerza colonial, la ancestralidad arrecha, adolorida hasta los tuétanos por ser despojada y secuestrada de su tierra y de su gente; la ancestralidad que vio morir a sus hijos asesinados por el latifundio, la ancestralidad rebelde que tomó las armas y fue aplastada, la ancestralidad mesiánica sin nombre, el pariente en la utopía del horror a la oligarquía, el pariente conuquero o el cimarrón solitario que cogió pal monte, y el que quiso hacerlo pero no se atrevió, o no le fue permitido. El o la pariente que insistieron en la vía conuquera, y se aliaron a los espíritus del bosque. También el pariente que pactó, el que negó sus orígenes, y se olvidó de África y del árbol de Marawaca y abrazó los mitos criollos, y se racializó como mestizo y luego asumió los mitos gringos y los euro-helenocéntricos.
Todas esas fuerzas energéticas tienen que ser convocadas por la historia insurgente para que se vuelvan nuestros mitos, y para que los diálogos con ellas sean nuestros rituales. Entonces la historia insurgente tiene que ser entendida no como una disciplina sino como un ejercicio místico. Ni siquiera como un oficio transdiciplinario. Estamos hablando de algo mucho más poderoso que cualquier categoría occidental, incluyendo la propia categoría de historia, que simplemente seguimos usando porque nos da la gana, como diría Luis Pellicer. Se trata de asumir-inventar el continuo del espíritu mesiánico de liberación. Esto implica convocar la conversación mística para actuar, cotidianamente, en la espiral del mito vivo de nuestras ancestralidades nunca muertas, pero que hay que resucitar para que el ángel de la historia suceda.
Algunas herramientas de las historiografías críticas, como las microhistorias o la historiografía reflexiva o la historia de vida o la historia oral, o cualquier otra tecnificación crítica, pueden tener sentido mesiánico si se asumen con intersubjetividad mística liberadora. Una opción es la reconstrucción de memorias orales intersubjetivas como núcleos rituales, ya no de ritos sociales sino comunitarios, no sólo de humanos sino que incluye otras comunidades de vida. El dato aquí no es lo más importante; la verdad del dato documental no se considera descontextualizadamente, no importa el “en sí” de la verdad del dato sino su capacidad de despertar la conversación mística con las ancestralidades de liberación. Aunque no es la única vía.
En lo personal (que es político) la historia insurgente me parece útil para criticar y asumir el problema de la racialización de la existencia. Mi problema es el de la identidad mestiza como identidad racializada. Las micromemorias, la autobiografía, la microhistoria, la historia de vida pueden servir para contactar con la ancestralidad mesiánca que sobrevive al proyecto del mestizaje, y que nos empuja, transgeneracionalmente, hacia un más allá del mestizaje, y por ello de la propia modernidad y el capitalismo. Si y sólo si, ese contacto con la ancestralidad sucede desde marcos categoriales, cielos o techos míticos no modernos, o al menos con intención de transmodernidad. Para eso, insisto, los rituales y la espiritualidad afrodiaspórica y afrodescendiente, así como la indígena viva hoy, son imprescindibles. Pero ya aquí nos movilizamos hacia afuera de la historiografía, que se queda cortísima. Desde ese afuera retomamos las preguntas existenciales en conversación con las y los ancestrales: ¿por qué hay miseria en lugar de abundancia y plenitud?, ¿qué nos racializa, por qué continuamos siendo racializadas y racializados?, ¿cómo es posible que el sistema sexo género hétero-patriarcal persista en nuestras intimidades incluso cuando nos planteamos vivir con intención feminista y revolucionaria?, ¿por qué muchos de quienes asumieron posiciones radicales hoy están plegados al sistema?, ¿qué le dio su fuerza a Miguel de Buría y a la Reina Giomar, o a la abuela que sobrevivió el encierro patriarcal de 40 años de matrimonio humillante? ¿Qué energía hizo posible que la abuela Librada no se fuera del campo, y qué energía hizo que la abuela Sandoval abandonara barlovento con intención de blanquear a la familia y de ascender socialmente? ¿Qué energías de liberación y de opresión nos subjetivan?
¿Cómo sostenemos la opción de la liberación si no es desde el mesianismo de las memorias de la insurgencia que podemos hacer vivir en nuestros cuerpos, en una temporalidad llena de gente no sólo humana, y de muchos tiempos sin Kronos y sin “time is money”?
Convocamos ahora al espíritu mesiánico de la liberación
ardita de Monte Carmelo, Kuchi-Kuchi que
desciende del conuco de Iamancave
espíritu de San Juan Congo y Guaricongo
de María de la Onza
que lo imposible nos guíe hacia lo posible
así en la tierra como en el cielo de Pablo de Tarso
líbranos del fetichismo de la mercancía
y como dice el rezo cubano:
lo imposible actuando sobre lo posible engendra la posibilidad infinita
unión del quetzal y el cóndor
ángel de la historia
haz que suceda.
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