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domingo, 22 de enero de 2023

Un cuerpo sano es un cuerpo bello: la producción clínico-farmacéutica de la normalidad estética


El 27 de junio de 2022, nos invitaron a facilitar una conferencia para el PNFA en Salud Colectiva del IAE Dr. Arnoldo Gabaldón. La comparto por aquí como parte de nuestro programa de re-educación sentimental:
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Voy a hablar de lo que no se ve, de lo encubierto y de algunos mecanismos de encubrimiento de la medicina hegemónica y de las industrias de la clínica y farmacéutica. Mecanismos simbólicos y materiales que voy a identificar como “maquillajes” y voy a definir como estéticos. Entiendo la estética como una característica del patrón de poder de la modernidad/colonialidad. La estética es una consecuencia de la modernidad. No existe fuera de su ámbito de dominio. No es una característica universal de la especie humana. Es una secularización de la metafísica de la luz de la cristiandad (claritas), que en la modernidad se convierte en una ontología del maquillaje y de la apariencia. Afirmo que la estética sirvió y sirve para producir la presencia de un modo de control biopolítico, que con Oyèrónkẹ Oyěwùmí pudiéramos definir como la forma en que se presenta (se ve) la existencia en la modernidad; el aspecto, la apariencia del sentido común “somato-visual-centrado” como característica de la subjetividad individualizada, autoerótica y sentimentalista de la modernidad. A ese “modo de existencia” le llamo estético, porque así lo definieron y tematizaron los filósofos germanos-prusianos del siglo XVIII. La estética es la formalización nor-euro-blanca del modo de existir moderno.

En Piel negra máscaras blancas Franz Fanon habla de una “zona del no ser” como un territorio árido al que nos han confinado a las y los racializados del mundo, a las y los condenados de la tierra. Pienso que la estética es una manera de habitar la zona del no ser dependiente de las exigencias somato-sentimentalistas que produce la zona del ser. Es la apariencia misma de la zona del no ser, como espacio y tiempo en el que vivimos enmascarados, disfrazados de blanco, de hombre, de propietario y de devoto cristiano.

La cristiandad y luego la modernidad generan un sentido común basado en la centralidad de la apariencia de los cuerpos. Los modos en que la corporeidad aparece en el mundo se vuelven centrales para las existencias cristianas, y luego modernas y europeas. Las apariencias, definidas binariamente, constituyen un ámbito existencial administrado por las instituciones que las producen. Las apariencias binarizadas de lo bello-no bello, hombre-mujer, humano-naturaleza, humano (ser)subhumano (no ser), mente-cuerpo, salud-enfermedad son patrones existenciales que se imponen como criterios de subjetivación y sentido común. En la cristiandad, el aparecer de estos constructos binarios (su performática como diría Judith Butler) definía la cercanía o lejanía de Dios. En la modernidad define la cercanía o lejanía de la zona del no ser de la que habla Fanon.

La producción de apariencias está en la base de todos los mecanismos de dominación de la modernidad. Las mercancías capitalistas circulan como apariencias, como fetiches. Los cuerpos racializados circulan y son administrados como apariencias: apariencia de blanco o de no-blanco. Los cuerpos sexualizados también circulan como apariencias: apariencia de hombre, mujer, trans, etc. La religión cristiana circula como apariencia de espiritualidad comunitaria y de amor al prójimo.

En la modernidad, las apariencias son la realidad. Se utilizan para producir normalidad, entendida como belleza y salud.

El campo hegemónico de la salud (industrial quirúrgico-fármaco centrado) está determinado por la belleza estética. La belleza es el paradigma de esa zona somatocentrada de la individuación autoerótica del yo moderno. Es paradigma del egocentrismo y del antropocentrismo de la modernidad. Es paradigma de la normalidad y del biologicismo de la modernidad. La belleza es la forma misma de la apariencia, es la formalización de las maneras en que las existencias aparecen en el mundo, cómo se ven, cómo lucen, y de las cuales se deriva su ser y su humanidad.

La belleza como normalidad es lo propio de la estética. Lo normalizado en la civilización de la modernidad es que existan personas racializadas y sexualizadas, comunidades de seres vivientes explotadas y una religión que hace del amor un fetiche. Esa normalidad se valora como belleza. Bella nos parece la máscara blanca sobre todas las pieles del mundo (Fanon). Bella nos parece la naturaleza como paisaje y espacio para el extractivismo turístico y minero-agrícola. Bellas nos parecen las mercancías “chorreando sangre” en los templos urbanos de la belleza estética (Marx).

El sistema clínico-farmacéutico es una de las instituciones responsables de producir la normalidad estética. Tiene el rol de vigilar el cumplimiento de esa normalidad. Administra las apariencias y las produce. Es la gran industria de la apariencia de la salud, entendida como industria de la belleza estética de la salud.

“Un cuerpo sano es un cuerpo bello”, dice el discurso dominante de las farmacéuticas y de la medicina quirúrgica-industrial. Pero que la belleza de la modernidad sea equiparable a la salud no es una premisa universal, porque ni el concepto de belleza estética ni el de salud clínica o pública son aplicables a toda la humanidad. La equiparación de estos conceptos sólo tiene lugar en el contexto de la civilización que los creó. En el sentido común de la cristiandad la belleza divina era visible en los cuerpos bellos, lo cual demuestra cómo ciertas características anatómicas eran metaforizadas como reflejos de Dios. La modernidad seculariza este sentido común teológico-corpo-centrado y hace énfasis en el disfraz del individuo egocéntrico, en la cosmética de los cuerpos, en el fetichismo fármaco-pornográfico y en el dominio de la naturaleza antropocentrada. Vemos así la continuidad civilizatoria, cristiana y moderna del uso y función de la vista y de las metáforas fetichistas del cuerpo, como criterios para construir nuestras concepciones sobre belleza y salud.

En el ideal de vida de la modernidad, el buen vivir es reducido al concepto de bienestar, enmarcado en el binarismo salud-enfermedad. No es imperativo ser parte integrada del principio de interdependencia de la vida, o pertenecer a una comunidad de parientes para existir; sólo se necesita aparentar que se está bien. No importa si se existe mal. La apariencia de los cuerpos es el contenido de la subjetividad así como la apariencia de la salud es el contenido mismo de la salud. Importa más aparentar la salud que la salud misma. De hecho, podríamos decir que la salud es un estado subjetivo y objetivo de apariencia de salud. Lo cual nos llevaría a sugerir que la salud es un maquillaje.

Esta “estética de la salud” pareciera ser la premisa de las industrias de la salud y de las políticas públicas de salud. Lo vemos en el concepto de “estado de bienestar” que se define como la apariencia de que el cuerpo político y el personal están sanos, lo cual equivale a decir que se está dentro de la normalidad exigida por la modernidad/colonialidad. Parafraseando a Franz Fanon, estar sano quiere decir que se ha alcanzado “la ilusión del acceso” a la zona del ser. La ilusión es suficiente para suponer el bienestar, que se comprende como sumisión subjetiva ante los patrones establecidos por las industrias de la clínica y farmacéutica. Y como en la modernidad la ilusión (es decir, la apariencia, la estética) equivale a la realidad, la ilusión de bienestar se asume como salud real.

La industria de la medicina quirúrgica y farmacocentrada genera toda clase de artefactos cargados de metáforas coloniales, patriarcales, capitalistas, raciales, cristianas y de clase. Metáforas estéticas que buscan determinar la verdad de los cuerpos humanos. Metáforas que se producen y se ponen en práctica en el acto mismo de la medicina. Voy a plantear algunos ejemplos. El primero es el ejemplo de la propaganda médica de fármacos. Me gustaría observar que no existe sólo una estética de los fármacos (en el sentido de propaganda capturada por los medios de masa), sino que los fármacos legalizados son en sí mismos profundamente estéticos. Esto tiene que ver con el principio fundamental de la medicina moderna de atender los síntomas y no las causas eco-integradas del malestar. Un principio a todas luces estético. Los fármacos están diseñados para “atender”, “asistir”, “contener” la somatización de una condición existencial que se reduce a sus elementos mecánicos y biológicos. Los fármacos son la extensión del ojo clínico, se dirigen a la misma superficie somática. No buscan reintegrar la existencia de la persona con las comunidades de existencia cósmicas. Buscan hacer desaparecer un síntoma. Atienden la “apariencia” del malestar, la estética del malestar. Buscan cambiar la apariencia del malestar para que el malestar aparezca de otra manera, así eso implique una larga lista de efectos secundarios conocidos y desconocidos, efectos de una pseudo ciencia que transforma su condición experimental en verdad universal, gracias a un prestigio acumulado a través de los imperios del capital y la modernidad.

La atención en el síntoma cosificado, objetivado, formalizado, es una atención en la apariencia. Demuestra una concepción estética de la medicina y de la existencia. Con la lógica de la cirugía ocurre lo mismo que con los fármacos. No es suficiente que un órgano funcione bien, también es necesario que se vea bien, que parezca un órgano normalizado por el sentido común de la modernidad. La objetivación del órgano es equivalente a su estetización. Su fetichización opera estéticamente. La plasticidad de las cirugías es posible gracias a este principio de fetichización, cuyo fin pareciera ser producir cuerpos normales, anclados al concepto de belleza nor-euro-blanco-hétero-cristiano-centrado como criterio de verdad. Anclados, en fin, a la estética.

Un ejemplo de esta función normativa de la medicina quirúrgica es el protocolo de vigilancia del género. Paul Preciado ha llamado la atención sobre este hecho. Ha observado que, desde la década de 1940, el sistema clínico y farmacéutico literalmente produce la relación hétero sexo-género que constituye el sentido común colonial. Al nacer bajo el control de este sistema, a toda nueva cría humana se le impone un género en función de la anatomía de sus genitales. El ojo clínico, entrenado en buscar la enfermedad, busca la ausencia o la presencia de lo que la clínica llama “dimorfismo genital”, que al ser comprendido como patología se opta por intervenir quirúrgica y farmacológicamente. Este protocolo es ejemplar del sentido común de una ciencia de la salud basada en la enfermedad y en la cosificación-sexualización de los cuerpos. Lo mismo sucede con los efectos racializadores de la medicina occidental. La Dra. Mariely Herrera asegura que la vacuna VCG no tiene ningún efecto en la inmunización humana, y que sólo sirve para marcar físicamente a las personas empobrecidas, sobre todo a las nacidas en el llamado tercer mundo.

Todos estos son, en verdad, criterios estéticos, no científicos, basados en la apariencia de la normalidad de la colonialidad/modernidad. Criterios que determinan el desarrollo de las técnicas y las tecnologías de la medicina occidental. El sistema interviene para producir la apariencia física y anatómica de existir como hombre o como mujer, de la misma forma que interviene para marcar plásticamente a las personas empobrecidas, dejando una señal corporal y visible de su (nuestra) inferiorización civilizatoria impuesta. La marca del amo. La marca de la ignominia.

Esta racialización de las industrias de la salud se nos impone como sentido común. Opera invisibilizando las sabidurías locales, reducidas a ser objeto de extracción de materias primas y del constante epistemicidio. Las concepciones locales del malestar y su transformación son concebidas como atrasadas por la lógica del progreso y el desarrollo tecnocrático. Debido a esto, los elementos constitutivos del sistema clínico invierten buena parte de su energía en autopromoverse como superiores, incluso como biológicamente superiores. La propaganda tecnocrática, que es reafirmada por todas las etapas del sistema escolar, lo mismo que por el resto de las instituciones del Estado Nación y su legalidad, los organismos multilaterales (OMS-Unesco, etc) y las corporaciones transnacionales, genera la creencia en la superioridad de los fármacos, en los procedimientos quirúrgicos y en la figura misma de las y los trabajadores de la salud.

La producción de la creencia en la superioridad de las “industrias de la salud” tiene un claro componente estético. Es una creencia producida estéticamente. Una creencia mística, teológica, que nos impone los fetiches de la medicina occidental, valorados como dioses verdaderos por la manera en que aparecen, por los modos en que se nos presentan, es decir, por sus apariencias. La misma lógica de fetichización de las mercancías opera en el campo de la salud. Hay una cosmética de las industrias de la salud que las determina en todos sus elementos. Esta cosmética, que es en sí misma una lógica, media entre el sistema y las personas, incluyendo a aquellas que producen el propio sistema. Las y los especialistas están destinades a encarnar y a reproducir esta cosmética en su propia subjetividad. El sistema pone mucha energía en producir la apariencia de la cientificidad de los procedimientos y las técnicas de la medicina, la apariencia de la efectividad de sus tecnologías, de la justicia de sus leyes, la apariencia en la universalidad de su saber y en el carácter transhistórico de sus instituciones. Y, como vimos, en la modernidad la apariencia es valorada como verdad.

La lógica de la moda, determinada por la ideología de lo nuevo, afecta todos los componentes del sistema clínico-farmacéutico. La producción de apariencia del campo de la salud es quizás uno de sus elementos más importantes. El sistema que produce los llamados “cuerpos sanos” también produce las presencias de los cuerpos que lo administran. Las y los trabajadores de la salud son formadas y formados en una “manera de aparecer” para producir en la sociedad efectos de verosimilitud y de poder. Se hace evidente en el predominio del color blanco o pasteles claros en la arquitectura, en la vestimenta médica, en las tecnologías y en la presentación de los medicamentos. El concepto cristiano de “pulcritud” (metafísica de la luz), secularizado por las metáforas burguesas de la ilustración, determinan la apariencia del sistema como manifestación de su supuesta verdad. El poder masculino de la bata blanca, la profilaxis de las tecnologías médicas y la circulación de los fármacos como mercancías atractivas, responden a una cromática iluminista, cristiana y burguesa, que asocia el color blanco con una supuesta superioridad racial, y por ende de clase y de género. Estas metáforas generan efectos de identidad y de socialización. Producen el rol social de dominación epistémica y técnica que la sociedad y sus instituciones le atribuyen a la medicina quirúrgica-farmacocentrada. Como vemos, no solo la ilusión de la salud tiene importantes componentes estéticos, sino que también la ilusión de la efectividad y la importancia social del personal de salud y sus tecnologías es generada con criterios estéticos.

Esta estetización de la medicina industrial, este formalismo y cosificación bellista de la salud, que opera en los elementos epistémicos, pedagógicos, técnicos y tecnológicos de la medicina hegemónica, opera también, y fundamentalmente, en los cuerpos de las poblaciones. La producción de la creencia teocrática en la medicina, en sus políticas de producción de la normalidad clínica blanco-euro-andro centrada, tiene en la noción de enfermedad su lugar de enunciación y su eficaz herramienta de dominio. De hecho, la enfermedad es, en sí misma, el artefacto moderno a través del cual opera el dominio estético de la medicina occidental, o el artefacto a través del cual opera la medicina occidental en tanto estética. Se utiliza para transformar el malestar en patología, a través de la lógica del síntoma mecanizado, fetichizado y comprendido como criterio interpretativo de la verdad del cuerpo humano.

La enfermedad activa los mecanismos estéticos más profundos de la industria de la salud. Los componentes del sistema clínico-farmacéutico buscan atender y asistir el síntoma de manera estética porque buscan borrarlo, aliviarlo, contenerlo. En definitiva, lo que se busca es que la persona no sienta dolor, lo cual implica, en verdad, una especie de anestesia.

En sucesivas investigaciones y cursos universitarios venimos mostrando que la estética es una herramienta de distracción civilizatoria, el medio con el que la modernidad oculta los verdaderos objetivos de su proyecto civilizatorio, y con el que nos hace aparecer esos objetivos como buenos, deseables y bellos. Decimos que la estética es la forma misma de la ideología. El rostro del fetiche, la máscara blanca sobre todas las pieles del mundo, el envoltorio de las mercancías, el maquillaje del género, la fachada de la iglesia y de la fe del clero. Concluimos así que la estética es en verdad una anestesia, un estado de distracción y un medio de distracción social que permite la subjetivación masiva de la dominación y la colonialidad, sin que nos demos cuenta y hasta por cuenta propia.

La medicina quirúrgico-farmacocentrada es también uno de estos medios de estetización de la realidad. Su énfasis en el síntoma la convierte en una maquinaria de producción del concepto de enfermedad, y de la transformación del malestar social y personal en enfermedad. El síntoma transforma la lógica de las causas en superstición, atraso, vestigio del pasado, subdesarrollo y pobreza. Todo intento de transformar la enfermedad en reconocimiento de la condición pluriversa y cósmica de la persona humana es invisibilizado, menospreciado, subestimado, ignorado. Alejada de las causas integradas, interdependientes, ecológicas, místicas y cósmicas, reducido el malestar a enfermedad, cosificados y fetichizados los cuerpos, la medicina moderna opta por anestesiarnos. Roto así el vínculo entre el malestar y sus orígenes comunitarios y cósmicos, nuestras existencias quedan distraídas por los efectos cosméticos de la clínica sobre los síntomas. Anestesiados por la estética de la medicina occidental, el maquillaje del malestar se nos representa como la verdadera salud, y no nos queda más remedio que hacernos dependientes del maquillaje, de los fetiches clínicos y farmacéuticos, convertidos nosotros y nosotras mismas en un fetiche más.

Cada vez las estrategias para salir de este estado de estupor y anestesia se hacen más evidentes y cercanas. Sospecho que no se trata de transformar el sistema clínico farmacéutico, sino de sacarlo de circulación. Pareciera necesario acudir a los pueblos que tienen experiencia en ello. Nosotres venimos hablando de recuperar las artes de la atención despierta, las artes del darnos cuenta, del estar plenamente en el mundo y como parte del mundo. Eso puede significar recuperar el principio de interdependencia de los pueblos no modernos, especialmente en los andino-caribe-amazónicos y afrodescendientes, incluyendo a las y los criollizados que se resisten a volverse plenamente urbanos. Lo cual significa el intento de reinsertar nuestras existencias en contextos de comunidades de vida. Una reintegración mística comunitaria que tendremos que seguir conociendo, reinventando y reconstruyendo en nuestros hábitos y acciones cotidianas.

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