Yo he vivido la abundancia de la familia campesina venezolana profunda, esa abundancia que la gente de la ciudad a lo sumo intuye pero en la que nunca termina de creer, acaso por serle no sólo ajena sino causante de un terror abismal y civilizatorio. No es cuento que un conuco bien establecido, en medio de un contexto de familias conuqueras, le da la mejor nutrición del mundo a la familia campesina, que incluye una o dos vacas, dos o tres marranos, varias ovejas o chivos, una mula, gallinas, un perro y un gato, así como una gigantesca diversidad de especies vegetales.
Un conuco así, autosustentable e interdependiente, no sólo nutre sino que es la forma misma del buen vivir. Para su establecimiento se requiere, mínimo, una hectárea con acceso a fuentes de agua limpia y a un bosque, que es la principal fuente de energía conuquera. También requiere fuerza y voluntad de trabajo familiar y comunitaria, y una mística fundada en la solidaridad y la reciprocidad entre seres humanos, y entre estos y lo que llamamos naturaleza. Esa es la clave de la economía conuquera.
Yo he visto y vivido esa abundancia en distintos lugares de Venezuela. He pasado largas temporadas consumiendo alimentos que no se compran. He "arrimado" mi fuerza y mi espíritu de trabajo y de juntera a favor de esos alimentos, de la gente y los ecosistemas que los hacen posible. Allí mi cuerpo conoció una fuerza vital comunitaria que iba directo al intestino, llegaba a la mano callosa "charapera" y bombeaba el corazón, en una relación de múltiples causas y efectos, e incluso de una causalidad inesperada, pues el conuco y el bosque son existencias con subjetividad y conciencia.
Esta realidad existe en la Venezuela de hoy, la de la guerra contra el pueblo y el bloqueo gringo y europeo, la del ataque sin cuartel al bolívar y la dolarización de la economía, la de la Covid 19, la de un gobierno con (aparentemente) muy poco poder y la de la gasolina y el gas escasos y a "precio internacional"
Existe y no es cuento; está ahí, en la complejidad de su sencillez.
Pero no todo el pueblo campesino es conuquero, y ningún conuquero está completamente fuera del alcance del mercado mundial. La mayoría del pueblo campesino es obrero explotado ("minero agrícola", como me dijo uno de ellos), así como la mayoría de las familias conuqueras reserva buena parte de su producción al intercambio capitalista (incluso, esporádicamente y cuando lo necesitan, el hombre y la mujer conuquera ofrecen su fuerza de trabajo como obreros). En ambos casos, además, actúa con dureza la influencia de la llamada industria cultural y la agroindustria (dos caras de la misma moneda), la colonialidad de los patrones de consumo, la influencia de la escuela colonial, productivista y bancaria, la industria de los vicios (alcohol, drogas, chimó y pornografía), la racialización de la vida cotidiana, la incipiente pero creciente virtualización telemática de la realidad, y la violencia patriarcal y la machista, igual o casi igual (en términos de intensidad) que en la mayoría de las familias urbanas que conozco.
Esto último se agrava especialmente en el campesino obrero, y, más aún, en las mujeres y las infancias de las familias campesinas obreras, a quienes se les extrae, igual que a la naturaleza, toda su fuerza existencial, su corporalidad viviente, su energía de vida, en una cadena extractivista atroz.
La "mujer del campesino obrero" (como ella misma se autorreconoce) recibe y "aguanta" en su cuerpo la violencia de la injusticia económica del mercado mundial personificado en el cuerpo de su marido. De la energía de su corporalidad viviente, de su sexualidad y su capacidad de cuidar la vida, se extrae la fuerza del mismo poder que la mantiene oprimida. El rol social que se le asigna es recibir la violencia machista de su marido, de la industria cultural, la industria fármaco-pornográfica, la agroindustria, la industria de los alimentos, la dictadura de la estética, la violencia de la escuela como institución para la obediencia al patrón o al jefe, las iglesias, la familia y muchas veces hasta de la camarada mujer obrera campesina.
El hombre obrero campesino es víctima y victimario, el brazo ejecutor de la violencia del sistema contra la mujer, las infancias y contra él mismo. A eso lo reduce el mercado mundial y su civilización moderna colonial y patriarcal. En un pueblo de Venezuela destinado por el mercado mundial --a través del Estado Nación-- a ser desde los años setenta productor de café, al obrero campesino se le paga su jornal con el mismo café que recoge, y que luego tiene que cambiar por lo que el sistema urbano y social nos ha impuesto como alimento: pasta, arroz blanco, harinas y azúcar refinadas, lácteos y grasas saturadas, en desmedro de la yuca, el ocumo, los cambures y todos los productos conuqueros artesanales. Es decir, el campesino obrero cambia el gasto de su corporalidad viviente por productos de la misma industria que lo azota y que le exige la venta ultra-subvalorada de su trabajo; la industria que lo mantiene en dependencia ontológica, intestinal y palatal ligado al mercado mundial, que el mismo obrero sostiene entregándole (por obligación) su fuerza de trabajo en condiciones de absoluta y total injusticia. A su vez, el comerciante que le vende la comida industrializada, y que ya empieza a ser más victimario que víctima, vende el café que le extrae al campesino en un mercado mayor, asegurando así una doble venta en un solo proceso: le vende al obrero comida industrial por café y revende el mismo café en otro mercado. Al final, con operaciones económicas como esta, el comerciante nunca llega a ser burgués, aunque crea serlo porque tiene carro y vive en el pueblo y no en el campo, o porque viviendo en el pueblo tiene fincas en el campo, fincas en las que le paga al obrero con café que luego éste tendrá que cambiar por comida industrial distribuida por el comerciante, que o es el mismo patrón o es su socio. Todos bajo la batuta de las manipulaciones políticas del mercado mundial.
Esta cadena de violencia económica es descargada sobre el cuerpo del obrero campesino y revienta en el cuerpo de la mujer obrera campesina y las infancias.
Los cuerpos y las subjetividades de las infancias de las familias campesinas obreras (infancias también obreras) van codificando toda esa violencia que es, de hecho, su verdadera escuela, reforzada por la escuela oficial, que a menudo las expulsa y las humilla mediante toda clase de estrategias racistas y sexistas, incluyendo, al día de hoy, su falta de acceso a Internet, concebida como una falta moral.
Ante esta cadena de violencias estructurales lo que provoca es optar por el suicidio, lo que de hecho hacen algunos obreros campesinos usando el mismo producto que es el perfecto símbolo de su esclavitud: gramonsón líquido, el agroquímico que usan en su jornada de trabajo infra y sub valorada, que al ser ingerido produce una agonía irreversible, lenta y en extremo dolorosa. Se suicidan con la misma herramienta que los lleva al suicidio. También están los que se suicidan lentamente usando drogas (las peores, las más tóxicas), los que están condenados al alcoholismo, los que padecen y mueren por depresión crónica, y los que ejercen tal forma de violencia física contra su prójimo, que no es raro que un día amanezcan muertos.
¿Y lxs que no se suicidan cómo sobreviven? Al parecer una estrategia de algunas mujeres es la llamada "promiscuidad", a veces oculta tras el velo de alguna iglesia, o a veces sin ocultamiento, y así encuentran vías de escape de la violencia sistémica. Muchos hombres se vuelven "grandes solitarios", hermanados al bosque, que la gente reconoce como sabios y "curiosos". Hombres cuya soledad es sólo aparente, porque en verdad viven aliados a las existencias físicas y espirituales del bosque. Algunas mujeres y algunas familias optan por dejar de ser obreras, o por disminuir y limitar su relación con el mercado mundial, para volverse conuqueras, también al amparo del bosque, que tiene una importancia fundamental en los procesos de liberación campesinos.
El bosque es la vida misma y la garantía de la posibilidad de la existencia de las familias campesinas conuqueras.
Me han contado historias de mujeres que hace más de cincuenta años se negaron a cambiar el bosque por el pueblo o la ciudad, mujeres que, ya ancianas, llevaban aparentemente solas el trabajo del conuco y la casa. Mujeres que se liberaron del marido violento, casi su asesino, gracias a la intervención de los espíritus del bosque. También me han contado de mujeres brujas que vuelan y que acechan y aruñan, como apariciones, al mozo que les provoca fastidiar. Sospecho que todas estas personas han encontrado en el poder del bosque no sólo su resguardo sino su estancia de sobrevivencia e incluso algunas veces de plenitud existencial, trastocando y quizás trascendiendo, junto a la resiliencia del bosque mismo, el machismo y el patriarcado criminal.
A veces el obrero campesino se vuelve conuquero para fundar una familia de humanos y existencias no humanas, con la fuerza de quien funda un pueblo. Cansado de la vida para la explotación y los vicios, a veces al borde de la muerte, se anima como insuflado por el espíritu mesiánico de la liberación a tumbar tres hectáreas y a montar su rancho. Para ello siempre cuenta con el apoyo de camaradas conuqueros vecinos y aliados. Y, desde luego, cuenta con el bosque.
En menos de dos años este compañero es capaz de refundar la vida misma. La compañera conuquera es su principal aliada y cómplice. Si aquel es capaz de refundar la vida, ella es capaz de volver a crear el cosmos, con todo y dioses. Es quien resguarda el fogón, la huerta y el bosque mismo, el sabor y el saber del conuco, la crianza de animales y de los cachorros humanos. Ambos se han aliado con la naturaleza y con las infancias, y así todos los días generan estrategias para mantener a raya la influencia del mercado mundial, lo cual requiere mucha energía de solidaridad. El contenido de sus subjetividades está en la reciprocidad y en el principio de interdependencia con el prójimo, el común, tanto humano como no humano. Cuando llega el hermano o la hermana al conuco o al fogón, a la mano e vuelta, la cayapa o la conversa, la familia conuquera reafirma su comunión con el cosmos, y ésta es su cotidianidad.
Conocí una mujer proveniente de familias obreras urbanas que se juntó con un obrero campesino, y que con sus tres hijos pequeños se aliaron para formar, más que una familia un conuco, que es una familia extendida en la inmensidad de la existencia. Ella, acostumbrada a ese mecanismo urbano de aculturación de masas y herramienta de naturalización del extractivismo a escala planetaria que llamamos "comodidad", asumió la comunión con su compañero y hermano de existencia en el conuco, donde fraguan, junto a la miel de caña, la esperanza de la liberación, es decir, la esperanza fundada en el milagro sencillo de la entreayuda comunitaria, del "ama al prójimo como a ti mismo, él eres tú", de lo mesiánico que nos constituye como pueblo.
No quiero decir que la familia conuquera se halle completamente liberada del mercado mundial, pues una parte de su producción la destina al dios de la modernidad, la colonialidad y el patriarcado: el capital, no necesariamente en la forma de dinero sino de extracción de sangre al humano por el hecho de ser humano, y extracción de vida de la naturaleza por el hecho de existir como naturaleza. Buena parte de los frutos de sus alianzas y su reciprocidad, la familia conuquera la sede a Mamón o a Moloch, como quien paga tributo a un poder enemigo y terrible para que lo deje vivir, o como quien paga vacuna a bandas paramilitares. Cuando lo requiere --que es poco frecuente-- la mujer o el hombre conuquero vende su fuerza de trabajo como obrero, pero mayormente la comparte solidariamente con la comunidad. Además, tampoco está a salvo de la hegemonía de la subjetividad colonial y patriarcal. Vive en tensión entre el contenido liberador y el contenido opresor de su subjetividad, pero no claudica completamente. Tiene el poder fáctico y concreto de ponerle límites al capital. El misticismo del bosque y su natural insistencia en la abundancia de nutrición y de hermandades salva a la familia conuquera de ser completamente tragada por el monstruo. Incluso le ayuda a ceder cuando tiene que hacerlo. Pero el simple gesto de intentar cada día el golpe de timón conuquero mantiene al dios Capital a raya.
El ejercicio constante y consciente de la projimidad sitúa a la familia conuquera en una posición existencial de crítica pragmática a todas las formas de opresión. Yo he podido sentir en carne propia la fuerza de la projimidad ampliada en el conuco. Desde hace cuatro años he probado la diferencia entre trabajar la tierra solo, a trabajarla con la conciencia de que la tierra misma me acompaña, y a trabajarla con esa misma conciencia pero fortalecida por la presencia del hermano o la hermana conuquera. Entre estas tres formas de acercamiento a la acción de intentar reproducir alimentos, la tercera tiene la siguiente característica: la triple alianza con el hermano o hermana y la naturaleza produce un estado de ánimo robusto, fuerte. Incluso el esfuerzo físico se hace liviano. Y sucede un evento que sólo puedo explicar usando la palabra "mística", en el sentido de epifanía de lo sagrado y comunión con lo divino. Es más, me atrevería a decir, con la teología de la liberación, que lo que allí acontece es la presencia de Dios y de su reino.
Pareciera que la familia conuquera está en constante búsqueda de esta epifanía, que consiste en intentar generar las condiciones para que acontezca. Conozco una familia de origen campesino obrero y campesino conuquero (dos categorías que, como dije antes, a menudo se combinan) que decidió irse montaña arriba a fundar un conuco nuevo. Cambiaron la moto por una mula, animaron a sobrinos muy jóvenes con una gigantesca voluntad de trabajar el campo y empezaron a sembrar y a levantar la casa. Van de regreso a la montaña, en la dirección contraria de sus padres, que dejaron la montaña por el pueblo, generalmente buscando la posibilidad de que sus crías humanas ingresaran en una institución de enseñanza formal. No conozco ningún estudio sobre el rol de la escuela pública en la extracción de fuerza de trabajo y de energía mística de la gente del campo y de su abundancia existencial, pero de hecho ocurrió que, durante todo el siglo XX, tras las huellas de la ilusión del progreso, familias conuqueras completas se mudaron a las cercanías de los pueblos más urbanizados, buscando, entre otras cosas, escuelas y liceos para sus hijos e hijas. En el interín, muchos caseríos de montaña se fueron quedando solos. A uno de esos caseríos es a donde la joven familia conuquera está regresando, poco a poco, lo cual se ve favorecido, aparentemente, por las nuevas determinaciones económicas de la cuarta revolución industrial --con su apagón pedagógico global--, en que el supuesto acceso a la zona del ser y por ende el ascenso social no están determinados ya por el acceso a la escuela pública sino por el acceso a Internet.
¿Tendremos nosotros, los más urbanizados, los etnocéntricos citadinos, posibilidad de hacer un regreso al campo, tendremos la posibilidad de andar en dirección contraria el camino de nuestros abuelos y abuelas? (Quizás hay que comenzar por hacer una autoetnografía del sujeto urbano que tiene tales intenciones de volver al conuco.) Un retorno así seguramente nos tomaría más de una generación, pues, a diferencia de la familia campesina, nuestra distancia de la vida del campo por lo general no es sólo mayor en términos geográficos, sino también en términos generacionales. En cambio la familia joven conuquera que truekeó la moto por la mula tiene en su memoria el recuerdo fresco de la mula de su padre o del abuelo con el que convivió, y que a pesar de la exigencia civilizatoria de la escuela y su intento de aculturación, en sus cuerpos y sus subjetividades late aún la presencia del conuco y de su abundancia de vida. Esta familia, como tantas otras, tiene fe e intención de vivir esa fe (poner el cuerpo) en el conuco, como concreción de la esperanza y de los principios de reciprocidad y complementariedad de la vida buena, traducida al lenguaje de su religión como "la flama misma del Espíritu Santo".
La presencia de las religiones de origen protestante es fuerte en esta población. Han penetrado todos los rincones, hasta los caseríos más distantes del pueblo. Han adquirido grandes y estratégicas extensiones de tierra, y han tocado el corazón del territorio, intentando apropiarse de la espiritualidad de las familias campesinas. Desde luego que el catolicismo sigue siendo la institución que detenta mayor poder oficial, pero las iglesias de origen protestante tienen una importantísima avanzada cuya primera característica es la territorialización de sus templos. Van a la gente. Descentralizan el culto. A estas iglesias asisten familias enteras junto a sus infancias, y sobre todo familias e individuos jóvenes. En ellas las personas se dan el permiso de descargar mucha energía reprimida, mucha rabia y dolor acumulados en la cotidianidad, producto de las diversas formas de represión social y económica que nos imponen los múltiples sistemas de dominación. Los hombres se dan el permiso de llorar públicamente de la misma manera que sus compañeras mujeres. Lo cual es tremenda vía de escape del canon patriarcal. La energía humana fluye con los cantos de alabanza, cantos intensos en volumen y en fuerza vital, y así sucede una verdadera comunión de cuerpos entrelazados en una misma creencia.
A primera vista pereciera que estas iglesias coptan y capitalizan la energía de alianza entre las familias, el bosque, el conuco y la comunidad. Y puede ser que en efecto lo intenten y que su proyecto sea de dominación, como insiste Boaventura de Sousa Santos. Pero no la tienen fácil. Yo he visto que la gente las utiliza, las instrumentaliza. Un campesino conuquero que necesita renunciar a los vicios que le ha impuesto el sistema dominante, recurre a una de estas iglesias, representada por un vecino, con quien interpreta la Biblia y pone en práctica una estrategia de desintoxicación personal. Lo cual, desde luego, le dará vigor para profundizar en el conuco como ecosistema político, biológico y espiritual. Pero otra vez es la trama comunitaria la que le brinda contención. Pareciera que la iglesia puede ser "usada" como un medio, una vía para fortalecer la alianza entre el sujeto, la comunidad, el conuco y el bosque. Claro que también la iglesia se beneficia, y no creo que el campesino o la campesina no lo sepa o que no lo intuya. Pero en esa tensión vive. Es la misma tensión entre el trabajo comunalizado y la venta de fuerza de trabajo por jornal, la tensión entre el conuco y la agricultura de minería, ante la que la familia conuquera tiende sus puentes y estrategias de resistencia y resiliencia políticas. El énfasis está, no tanto en lo que el hombre y la mujer campesinos dicen crecer, sino en lo que hacen con creencia y esperanza. "Uno no siembra tanto para comer sino para tener esperanza", me dijo un día el señor Mariano Rangel, conuquero y tallista de La Mucuy. Y si a la iglesia se asiste también esperanzado es en búsqueda de fortaleza moral para "comunistar", que es una palabra de un sabio y curioso de este pueblo, y que entendemos como "el vivir sanamente con el prójimo cercano y el cósmico". La familia campesina busca en la iglesia "el fuego de unión de la trama comunitaria". Allí la mujer joven y sus hijos, víctimas de violencia machista, encuentran contención; allí la joven familia conuquera consigue impulso moral y fuerza de trabajo solidaria para hacer un conuco nuevo. Así la iglesia es otra herramienta política (tensa, compleja) que algunas familias campesinas utilizan para ponerle límites al capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Esto implica, desde luego, la traducción en clave pentecostal del misticismo tradicional de la familia campesina. Pero, al menos en este pueblo, las iglesias tienen que vérselas con la fuente de ese misticismo que es el bosque, con sus múltiples alianzas, que aquí tiene una presencia y un poder enormes.
Al final, en perspectiva aérea y terrenal, pareciera que la mística de estas familias campesinas está en su inteligencia para situarse con coherencia ética y política ante las necesidades, injusticias y posibilidades del presente, en alianza con la comunidad y con el bosque, y en búsqueda de abundancia para todxs. Tal como han hecho las comunidades indígenas, afroamericanas y criollas empobrecidas desde 1492. En esta voluntad de construcción comunitaria de coherencia con y en el presente, hay un poder para la continuidad de la vida que se pierde de vista. Un poder que protege y reproduce la diversidad biológica y cultural, y que es una gran barrera o un gran filtro contra toda forma de opresión. Es el poder de "comunistar", como diría el viejo sabio y curioso, y que vuelvo a interpretar como el poder de "estar en lo común", o de "estar como comunes", como prójimo. También puede significar "estar" --en el sentido de "prestarse"-- para la construcción de lo común, imitando el "estar" de la naturaleza (la famosa biomímesis que conocimos por Jorge Riechmann). Así el "comunistar" permite "estar" en la continua transformación del hacer, ---que deviene siempre diferente-- y que a la vez resguarda el principio biológico de conservación de la vida, imitando la manera en que se comportan los ríos que atraviesan este pueblo. Si la gasolina se vuelve inaccesible, cambian la moto por la mula, si la comida industrial se hace inaccesible, hacen nuevas rozas para sembrar comida de verdad, si las expectativas ontológicas de la modernidad se centran en el acceso a Internet, lo cual las hace inaccesible, se van a una montaña sin electricidad a fundar un conuco nuevo, si la escuela ya no le sirve al sistema y dejó de cumplir su función civilizatoria, hacemos nuestras propias escuelas comunitarias, como siempre se ha hecho en cada mutación del capitalismo. Y así van estas familias campesinas, como en la historia de Miguel Vicente Pata Caliente, navegando el río, siempre distinto, siempre cambiante, desde las alturas andinas hasta el mar, y de ahí de nuevo al inicio, montaña arriba, ya como otro río que, sin paradoja alguna, sigue siendo el mismo.
En este texto no he querido representar la verdad última de las familias campesinas de las que hablo, ni hacer una descripción ontológica de las mismas. Sólo he dado mi opinión sobre algunos elementos parciales de sus vidas, sin ánimo de totalizarlos. Lo que he escrito aquí lo digo más desde mi ignorancia y desde mis creencias que desde la perspectiva de las gentes de las que hablo, aunque he escrito este texto al calor de sus presencias, y lo he leído y comentado con elles, teniendo su aprobación.
Febrero, 2021