

A Monte Carmelo llegamos el 28 de octubre, el día (supuesto) del 250 aniversario de Simón Rodríguez. Un moto-taxista me dejó frente a la Unidad Educativa Bolivariana Monte Carmelo. En el umbral que lleva a un espacio de reuniones me encontró Neris Pérez, directora de la escuela. Seguramente sospechó mis ganas de entrar. Su palabra alegre me dio la bienvenida. Puertas adentro las maestras daban los últimos toques a una exposición colectiva en la ocasión de celebrar el Día Nacional de la Semilla Campesina, que sucedería el 29 de octubre.
Este año maestras y niñxs decidieron trabajar con la auyama. La escuela toda se abocó a la investigación profunda de este fruto ancestral. El objetivo táctico era mostrar en “el encuentro de la semilla” los avances de la investigación colectiva, haciendo énfasis en sus dones nutricionales y sanadores. Al día siguiente ofrecerían chichas, atoles, quesillos, tortas y arepas de auyama.
En la conversa recordamos que aquel día 28 era el aniversario de Rodríguez. Las maestras me contaron dos cosas que no se ven todos los días: 1) que esa mañana hicieron un conversatorio sobre la vida y obra de Rodríguez, y 2) que estaban estudiándolo en un curso de la Universidad del Magisterio. Yo agradecí que me recibieran en tan estratégica circunstancia. Propuse la posibilidad de sumar mi pasión a la de ellas. Quedamos en que después de celebrar a la semilla campesina seguiríamos celebrando a Rodríguez.
El día 30 en la mañana nos reunimos en la escuela. Éramos al rededor de 25 personas, entre maestras, obreras y trabajadoras administrativas. Me contaron lo que sabían sobre Robinson, que no era poco, y conversamos sobre la necesidad de seguir retomando su proyecto de una república original. Yo les propuse recordar algunos episodios de la vida de Rodríguez. Su insistencia en una escuela del autogobierno popular, autosustentable, autárquica, para construir la toparquía: el gobierno de la comunidad sobre sus propios territorios. Escuelas para aprender a colonizar el territorio con sus propios habitantes, como él dice.
En una escuela así, niños, niñas y jóvenes van a aprender (siempre, no importa qué hagan) el arte de con-vivir, el “bien jeneral” (con J, como escribía Rodríguez), los bienes comunes y el amor propio, que consiste en la esperanzada posibilidad de trascender el impulso de dominar; trascender la máxima del egoísmo: “cada quien para sí y dios para todxs”.
En la escuela rodrigueana se aprendería el principio de interdependencia, comenzando por las niñas y niños más empobrecidos. Pero no como un acto de beneficiencia y caridad, sino como el más alto gesto de trascendencia del yo-ismo, trascendencia de la monarquía que todavía, hasta hoy, persiste en el corazón de las repúblicas y de lxs republicanxs.
Aquel día hablamos de esto y de muchas cosas más. Como cierre, y como posible nueva apertura, recurrimos a la voz del propio Rodríguez, en sus Sociedades americanas. Leímos y vimos (recuerden que el texto rodrigueano es un dibujo) aquel fragmento que en estos días “nuclea” buena parte de mi energía psíquica. Yo suelo decir que es uno de los marcos categoriales de Rodríguez, es un cable a tierra, un techo epistémico desde donde leer su obra, con la certeza de que desde ahí, no nos perderemos en anacronismos, posmodernismos y demás ismos. Me refiero a aquel “principio pre-existente de todos los principios”:
"NO HAI facultades INDEPENDIENTES
siendo así
no hay facultad propia
que pueda ejercerse sin el concurso de facultades ajenas".
Lo leímos 10 veces y lo repasamos 10 veces más. Lo pensamos, lo cuestionamos y nos cuestionamos. Luego, cada quien hizo su propia versión. Surgieron frases como: “no hay saberes independientes/siendo así/no hay saber propio que pueda cultivarse sin el concurso de los saberes ajenos”. O: “no hay cuerpo propio que pueda cuidarse sin el concurso de los cuerpos ajenos”.
Con estas reinvenciones colectivas de Rodríguez, y con la certeza de que pronto volveríamos a Monte Carmelo con un seminario más amplio y calmado, cerramos nuestro encuentro. En la tarde los morochos Escalona nos llevaron por los caminos de los duendes, y en la madrugada del 31 de agosto caminé de regreso a Sanare, rumbo a La Mucuy, en Mérida, a insistir en el trabajo de la criación.